El Mal, la Experiencia de Daño y la Dignidad Humana en el Siglo XX

Antonio Pele[1]

Gregorio Saravia[2]

Resumen: Nuestro trabajo pretende repensar el concepto de dignidad humana definiéndolo como un modelo de reacción en relación con la experiencia del holocausto. Así, estudiamos las experiencias límites del sufrimiento y del mal durante el régimen nazi con el fin de determinar la emergencia de un modelo contemporáneo de dignidad humana. También consideramos que este modelo representa una ruptura en relación con otros modelos anteriores de dignidad que no contemplaban en el ser humano un valor inherente y absoluto.

Palabras clave: mal; daño; holocausto; dignidad humana; derechos humanos.

Abstract: In this paper, we aim to rethink the concept of human dignity, defined as a reaction in relation with the Holocaust. Thus, we are particularly interested in showing how the experiences of suffering and evil during the Nazi regime have contributed in shaping a contemporary paradigm of human dignity. Also, this paradigm of human dignity has little in common with previous historical paradigms that did no recognize any kind of intrinsic/absolute worth in human beings.

Keywords: evil; harm; holocaust; human dignity; human rights.

INTRODUCCIÓN

El reconocimiento de la dignidad humana como elemento constitutivo de un orden legal y político no fue monopolio de los Estados de Derecho y de las democracias del siglo XX, sino que fue también incorporado en sistemas autoritarios y dictatoriales. Como concepto tiene una importante carga moral, ha sido y puede ser fácilmente empleado para justificar ideológicamente cualquier tipo de régimen. En este sentido, será una ideología política determinada la que va orientar el contenido moral de este concepto.

Es posible imaginar un mundo sin mal, no hay nada que en principio lo haga necesario. Pero ahí está, existe desde siempre. El mal, lo mismo que el sufrimiento parecen consustanciales a la condición humana. Una vez perdido el Edén, pesa como castigo bíblico en el occidente cristiano, pero también forma parte inescindible de otros mundos culturales y de otros sistemas de representación con otros dioses. La materia de la que estamos hechos no es invulnerable al sufrimiento y por eso se hace necesario integrarlo, darle algún tipo de explicación. A veces también de justificación. Las justificaciones del sufrimiento, que son también las del mal, han servido para sostener algunas de las más grandes ficciones literarias que se han escrito en la historia. Obras como las de Homero, la Biblia hebrea, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievski han narrado, entre otras cosas, cómo y por qué sus protagonistas hacen sufrir a otros hasta el punto de que parece haber sido borrado cualquier vestigio de bondad en ellos. Por otro lado, el sufrimiento ha gozado de buena fama cuando se ha visto en compañía de un valor redentor. Una parte del catolicismo, por ejemplo, hizo bandera del sufrimiento y le encontró una fascinante utilidad. Cuando se afirma que el reino de los cielos será de los que sufren en la tierra, se está otorgando al sufrimiento, al dolor, un privilegio que consiste en su utilidad para medir el valor de una vida y las correspondientes recompensas que el mismo genera en la vida eterna. Agnes Gonxha Bojaxhiu, conocida como la Madre Teresa de Calcuta, defendía la idea de que el sufrimiento de los pobres era un don de Dios comparable al de la pasión de Jesucristo. En 1981, durante una conferencia de prensa en Anacostia, Washington DC, la Madre Teresa de Calcuta sostuvo que “hay algo muy hermoso en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la Pasión de Cristo. El mundo gana mucho con el sufrimiento” (HITCHENS 1996, p. 54). Desde luego que hay diferentes tipos de dolor y de sufrimiento. Están los dolores físicos y también están aquellos dolores o sufrimientos que uno diría que afectan con igual o incluso peor intensidad a las personas pero no en sus cuerpos sino en sus sensibilidades o espíritus. No podrían ser colocados en un mismo plano de análisis el dolor que provoca la pérdida de un ser querido o el que genera un desengaño amoroso con aquellos sufrimientos que tienen su génesis en el padecimiento de una enfermedad mental o física. Tampoco serían comparables estos dolores con los que provienen del resultado de la tortura ¿Cuántas clases de dolor o sufrimiento podrían ser enunciadas? Ni siquiera la observación fisiológica ni el registro científico resultan capaces de reunir los tipos de dolor posibles para el ser humano. La sensibilidad física y los umbrales del dolor sólo pueden ser definidos en términos individuales. Por ello, nuestros cuerpos reaccionan de modos muy diversos al dolor y ello resulta aplicable tanto a la hora de medir la capacidad de resistencia como al analizar los factores morales y físicos. La acción dañosa, el hacerle mal a otro intencionadamente es un acto específicamente humano. No hay otra especie en la tierra con la cual se pueda establecer algún tipo de analogía en lo que respecta a su práctica, ni hay otro siglo equiparable al siglo XX en lo que ha supuesto atravesar ciertos umbrales. Algunos depredadores pueden juguetear, o dar la impresión de que juegan, con su presa antes de devorarla pero cualquier herida que le provoquen, antes de quitarle la vida, no será más que la antesala del fin de su sufrimiento y éste acaba siempre cuando la víctima se convierte en alimento. Por ello, puede afirmarse que el género humano tiene el monopolio de técnicas como la de la tortura y ésta se presenta sin límites en el tiempo, en las metodologías y en los fines que persigue.

Muy diversas reflexiones producidas en la segunda mitad del siglo XX han intentado dar cuenta del significado filosófico, ético y político de la dignidad humana post Holocausto. La propia cuestión del exterminio humano a gran escala, practicado de forma industrial en los campos de concentración nazi, fue motivo de innumerables análisis acerca de lo acontecido. Se ha intentado comprender de manera global el sentido y las razones del comportamiento no sólo de los verdugos sino también de las víctimas. Vale recordar que parte de las razones por las que Hannah Arendt quería cubrir el proceso a Adolf Eichmann, de acuerdo con su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl, residían en que ella había contraído una obligación con su pasado y a su vez, veía en el juicio la oportunidad de responder al interrogante sobre como un individuo termina siendo incapaz de pensar. No obstante, al lado de la reflexión sobre la responsabilidad individual en un estado criminal y las dificultades que surgen al momento de juzgarlo, nacía una indagación sobre cómo recordar el totalitarismo y el daño en una sociedad democrática. Más allá de estos debates, lo cierto es que Adolf Eichmann no era mefisto ni una encarnación diabólica, tampoco era un monstruo impiadoso. Un aspecto problemático estudiado en el ensayo Frente al límite de Tzvetan Todorov es la humanidad compartida de víctimas y victimarios. Siguiendo las reflexiones de Robert Antelme en La especie humana -superviviente de un campo de exterminio- Todorov llega a la conclusión de que los verdugos eran también hombres, es decir, tenían la misma naturaleza que los torturados o asesinados. Esta afirmación no supone, bajo ningún concepto, mezclar a los que infligieron sufrimiento con los que lo padecieron. La posibilidad misma de la justicia y del Derecho depende siempre de la distinción entre la capacidad de actuar y la acción misma (TODOROV, 1995, p. 164-165).

En cualquier caso, Eichmann se parecía más a cualquier otro burócrata gris, mediocre, que cumple con su deber sin atender a los fines que éste persigue. La lección de Arendt, compartida por Tzvetan Todorov, es que los crímenes más extraordinarios pueden ser cometidos por los sujetos más ordinarios. El peor de los verdugos es aquel que guiado por una reflexión meramente instrumental no evita el rapto de los fines últimos. También hay que decir que, en muchas ocasiones, la reflexión se ha topado con un enigma que parece irresoluble, con un abismo que marca los límites intrínsecos de la razón y que parecen situarla en un ámbito estéril y yermo. Nuestro trabajo pretende así indicar la necesidad de pensar el concepto de dignidad humana (entendido como fundamento de los derechos humanos), como un modelo de reacción y de ruptura tanto en relación con estos eventos históricos trágicos como en relación con sus “supuestos” modelos anteriores. Para poder realizar esta tarea, destacaremos primero esta idea del mal y la experiencia del daño (parte 1) durante estos acontecimientos terribles de la Segunda Guerra Mundial y segundo, aislaremos el paradigma contemporáneo de dignidad humana de sus supuestos modelos anteriores, proponiendo otra genealogía de la dignidad (parte 2). El propósito no consiste en llegar a una definición clara e ideal de la dignidad humana, como si dicha definición (moral) tuviera la capacidad de hacernos comprender (incluso de forma retrospectiva) sus violaciones pasadas y futuras. Como indica Zizek (2012, p. 332-333), los soldados nazis responsables por la muerte y por todos tipos de sufrimientos, sabían muy bien lo que hacían. Lograron resistir a la tentación de sucumbir a la piedad y a la compasión, transformando la violación de los “instintos éticos espontáneos” en prueba de sus grandezas éticas respectivas: “para cumplir con mi deber, estoy dispuesto a asumir el peso de la culpa de infligir dolor a otros seres”. En esta misma ambigüedad se encuentra precisamente una “catástrofe moral”, y sola la noción de dignidad humana tendría poco a ofrecer para esclarecer esta cuestión. Podemos realizar sin embargo el camino contrario, e indicar que estas experiencias terribles, revelan la precariedad de un paradigma contemporáneo de dignidad humana que empieza a ser construido de forma radicalmente diferente a los modelos anteriores de dignidad.

1 LA EXPERIENCIA DEL MAL Y EL PARADIGMA CONTEMPORÁNEO DE LA DIGNIDAD HUMANA

Si bien es cierto que la historiografía especializada en los horrores de la Segunda Guerra Mundial prácticamente no ha dejado cuestiones fuera del alcance de pormenorizados y rigurosos estudios, los hechos continúan siendo esencialmente sombríos. Es difícil señalar a un autor que, como Primo Levi, haya expuesto con mayor inmediatez esa desazón que se produce cuando pretendemos comprender hechos tan calamitosos y aberrantes como los que a diario tenían lugar en Auschwitz. De la última fase del exterminio practicado allí, sabemos con lujo de detalles la forma en que los deportados eran conducidos a las cámaras de gas por una escuadra, integrada por sus propios compañeros de cautiverio, que se ocupaba después de sacar de allí los cadáveres, de lavarlos, de recuperar los dientes de oro y el cabello de sus cuerpos, antes de introducirlos por último en los hornos crematorios. La producción en serie de cadáveres que terminaban convertidos en humo, despoja a la imaginación de toda su capacidad representativa. Como fruto del supuesto aprendizaje que se extrajo de este tipo de experiencia de daño radical, las sociedades occidentales buscaron fórmulas que dieran garantías para un igual y respetuoso tratamiento de todos los individuos. La común dignidad humana sería, en el marco de este discurso, el fundamento de la posibilidad misma de que nos sean reconocidos derechos. No obstante la trascendencia que tiene la noción de dignidad en los principales instrumentos jurídicos internacionales o nacionales, lo cierto es que no ha sido un concepto particularmente discutido por la filosofía jurídica, política o moral. Desde comienzos de la década de 1990 en el ámbito filosófico anglosajón se ha venido revirtiendo la tendencia con la aparición de importantes trabajos sobre el fundamento de este concepto, pero no se trata aquí de reconstruir la evolución del discurso y práctica de los derechos humanos, ni tampoco de señalar las deficiencias propias de los mismos, sino de preguntarnos cuál es realmente el lugar que ocupa la idea de dignidad humana en la cultura contemporánea.

Uno de esos lugares se constituye, desde luego, a partir del discurso normativo -tanto legal como moral- que proclama el principio de que los individuos deben ser protegidos del daño que otros individuos pueden llegar a ocasionarle. Sin embargo, testimonios y reflexiones sobre la negatividad de determinadas experiencias han puesto de relieve la debilidad de una idea como la de la dignidad humana cuando los individuos son despojados de ciertas condiciones o atributos y sustraídos del amparo que les otorgaría el sólo hecho de pertenecer a la raza humana. El camino hasta esta suerte de certeza que han generado las sociedades democráticas respecto de los individuos que las habitan es largo y antes que recorrerlo, se intentará ofrecer la descripción de un problema que afecta a la propia definición de la dignidad humana cuando lo que está en juego son experiencias de daño radical. Es frente a éstas, cuando adquiere sentido señalar las insuficiencias que salen a la luz gracias a un análisis como el de Jean Améry, una de las más lúcidas víctimas del terror concentracionario. Bajo este pseudónimo se conoce al filósofo y escritor vienés Hans Mayer (1912-1978). Austríaco de nacimiento, judío por línea paterna, católico por educación pero agnóstico por formación, Améry se exilió a Bruselas en 1938 después del Anschluss de Austria a la Alemania nazi; participó en la resistencia contra los alemanes tras la ocupación de Bélgica, fue detenido y torturado, el resto de la guerra lo pasó como prisionero en Auschwitz. Aunque no volvió a vivir en suelo alemán, aunque no quiso publicar ningún texto en Alemania durante mucho tiempo, Améry viajó por la República Federal durante los años 60 y 70, participando en encuentros, debates o programas de radio sobre el Holocausto. Él mismo reconocía que esa República Federal de entonces no tenía ya nada que ver con la Alemania nazi: sus habitantes son educados, modernos, eficientes, pacíficos; los más conscientes de entre ellos, muchos intelectuales con los que él trata, saben lo que ha pasado allí dos décadas antes, se sienten corresponsables de un crimen único e inmenso; tanto que incluso pueden manifestar una tácita comprensión para con el rencor y la amargura incurable que Améry transpira cuando trata con ellos, en tanto que son alemanes. Reconoce que, hasta cierto punto, se ha hecho justicia, y que hay alemanes honorables que la hicieron. Pero ese rencor, ese resentimiento, también contra ellos, no se atenúa por eso. En su obra ensayística, producida después de la II Guerra Mundial, se percibe el incesante esfuerzo por entender las experiencias extremas y atroces que pueden conducir a un sujeto a la afasia o al enmudecimiento. Según este autor es propio de la condición de víctima de la tortura el sufrir una pérdida del mundo. Aun siendo consciente de que han fracasado todos los intentos de explicación y de que resulta abismal la separación entre la herida y el lenguaje que la nombra, Améry no renuncia a la publicación de sus reflexiones ni tampoco a intentar arrojar algo de luz en tan oscuro enigma.

Veinte años después de Auschwitz, justamente en un ensayo intitulado Más allá de la culpa y la expiación, calificará a la tortura como el acontecimiento más atroz que un ser humano puede experimentar y no llegará a dicha conclusión tomando como base su propio padecimiento sino por razones que, según él, trascienden a la misma. El propio Améry reconoció sólo haber sufrido un tormento relativamente benigno que no dejó en su cuerpo cicatrices significativas. De acuerdo con la narración de los hechos que se expone, Améry fue detenido en julio de 1943 por miembros de la Gestapo al ser acusado de realizar propaganda contra los nazis -concretamente se trataba de la distribución de pasquines- y conducido a la fortaleza de Breendonk en la que fue torturado. No se trata de la gravedad de los tormentos lo que suscitó la reflexión de Améry sino los problemas fundamentales de la existencia vinculados con la experiencia atroz de la tortura y el universo concentracionario. Dos cuestiones que para el autor se encontraban estrictamente unidas porque se mostró convencido de que la tortura fue la esencia del Tercer Reich y no un mero elemento accidental. El régimen totalitario bajo las órdenes de Hitler se realizó con plenitud gracias a la tortura. En palabras del autor, los nazis torturaban con la buena conciencia de su maldad. Martirizaban a sus prisioneros para determinados fines, de vez en cuando exactamente especificados. Pero torturaban sobre todo porque eran verdugos. Se servían de la tortura. Pero aún con mayor fervor actuaban como sus siervos (AMÉRY, 2011, p. 95). Los efectos de la tortura empiezan a actuar desde el primer golpe ya que con éste la víctima quedará para siempre marcada, estigmatizada, para siempre. En ese preciso momento la víctima está en condiciones de reconocer que cualquier cosa es posible estando a merced de su verdugo. Diferentes opiniones al respecto parecen coincidir en que con ese primer golpe el detenido pierde algo valioso, algo que lo constituye como un ser único. No obstante, Améry se inclina por sostener que ya con el primer golpe que se le asesta pierde algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo (AMÉRY, 2011, p. 90). La pérdida de confianza en el mundo que produce la tortura implica sobre todo el rebase de una certeza de que

los otros, sobre la base de contratos sociales escritos o no, cuidarán de mí, o mejor dicho, respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico. Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, sólo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir. (AMÉRY, 2011, p. 90).

Traspasada dicha frontera a la que se refiere Améry, el torturado queda reducido a su carne, quedan aniquiladas sus esperanzas de defensa y sus expectativas de poder ser rescatado o socorrido. Así es como la tortura supone la aniquilación total de la existencia del torturado, puesto que “el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con un parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar”.

Para el sujeto víctima de la tortura la elaboración de la propia vivencia y su incorporación en el conjunto del propio periplo vital se presenta como problemática, cuando no imposible. Esa imposibilidad es la de un encuentro entre el sujeto-víctima y la historia en la que normalmente se integrarían los acontecimientos vividos y que a su vez participan de forma decisiva en la construcción de su personalidad. Esa relación de reciprocidad, ese existir del sujeto por y en la historia es lo que se ha visto brutalmente interrumpido por la tortura. La negatividad radical del acontecimiento que es la tortura convierte en paradójica la referencia misma a una vivencia, a una positividad factual que el sujeto se representa como propia.

La vida del torturado está marcada por haber tenido un tramo en que no parecía vivir su propia vida. Lo característico de los efectos de la tortura es barrer al sujeto y su personalidad y con ellos la posibilidad para el mismo de construirse en sus vivencias, de incorporarlas al propio relato de la personalidad y en el medio en que éstas se incardinan: el relato más amplio de la historia. Lo que fracasa además es la elaboración del encuentro entre existencia e historia, o más bien entre la experiencia interior de un acontecimiento extremo que ha interrumpido la propia existencia y la narración colectiva, externa, de ese acontecimiento. La frustración de esta elaboración impide a la vez el encuentro entre ambos relatos, el individual y el colectivo. De alguna manera, el acceso a la propia vivencia que la haría susceptible de ser relatada se trunca en la experiencia misma de la tortura (CORBÍ, 2012, p. 48). Ser torturado es percibir el propio cuerpo de una manera completamente novedosa porque el dolor es la máxima exaltación imaginable de nuestra propia corporalidad. En virtud de ello, quien ha sido torturado permanece tal. La tortura deja un estigma indeleble, aunque desde un punto de vista clínico no sea reconocible ninguna traza objetiva. Para Jean Améry, el ultraje que supuso la tortura resultó incurable, insuperable. La tortura fue para él una muerte interminable. Muchos años después de haber sido torturado aún seguía viendo a aquel hombre de uniforme gris y solapas negras de las SS que recibía el tratamiento de teniente Praust. Fue ese mismo hombre -pequeño, rechoncho con rostro carnoso y sanguíneo- el que lo condujo por los pasillos de Breendonk hasta el búnker en el que tendría lugar la tortura. Era un 23 de julio de 1943:

Oí entonces un crujido y una fractura en mis espaldas que mi cuerpo no ha olvidado hasta hoy. Las cabezas de las articulaciones saltaron de sus cavidades. El mismo peso corporal provocó una luxación, caí al vacío y me encontré colgado de los brazos dislocados, levantados bruscamente por detrás y desde ese momento cerrados sobre la cabeza en posición torcida (…) El dolor era el que era. No hay nada que añadir. Los aspectos cualitativos de las sensaciones son incomparables e indescriptibles. Fijan los límites de nuestra capacidad de comunicación verbal. Quien deseara «compartir» su dolor físico con los otros, se vería forzado a infligirlo y por tanto a tornarse él mismo en verdugo. (AMÉRY, 2011, p. 97)

En relación con la idea de dignidad humana, el filósofo vienés apuntaba que:

no se ha dicho gran cosa, cuando alguien que jamás ha sufrido una paliza asevera con énfasis ético-patético que con el primer golpe el detenido pierde su dignidad humana. He de confesar que no sé exactamente qué es la dignidad humana. Uno cree perderla cuando se encuentra en circunstancias que tornan imposible el aseo diario. Otro opina que la pierde cuando ante una autoridad se ve obligado a hablar una lengua que no es su lengua materna. En el primer caso la dignidad humana se vincula con un cierto bienestar físico, en el segundo con la libertad de expresión, en un tercer caso, tal vez, con la disponibilidad de un compañero erótico homosexual. Por tanto, ignoro si quien recibe una paliza de la policía pierde la dignidad humana. (AMÉRY, 2011, p. 90)

Por otro lado, la reflexión de Améry gira sobre la incapacidad que tiene la experiencia de la tortura para aportar algún tipo de conocimiento que se diferencie de la mera pesadilla. El cuerpo del torturado ha experimentado un sentimiento de extrañeza y estupefacción que no podrá ser nunca compensado. La palabra resulta estéril ante lo que equivale a experimentar que el “otro” puede convertirse en un soberano absoluto que infringe dolor y destruye. El torturador se convierte así en alguien capaz de convertir al torturado en un trozo de mera carne despojado de aquello que podría denominarse alma, espíritu, conciencia o identidad. La condición existencial de la víctima del nazismo tal como la ha trabajado Améry no deja a lugar a la auto conmiseración ni a la victimización pero sí pone de relieve el valor del resentimiento como un sentimiento que no debe necesariamente confundirse con el deseo de venganza. En su caso personal, este resentimiento parece haberle conducido a la extrema negación de su propia persona: un proceso de derribo interior que finalizó de manera trágica. El 17 de octubre de 1978, Jean Améry se suicidó en la ciudad de Salzburgo. La parte de la tortura incluida en su ensayo Más allá de la culpa y la expiación finaliza con unas palabras que bien sirven de corolario.

Quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar. La ignominia de la destrucción no se puede cancelar. La confianza en el mundo que ya en parte se tambalea con el primer golpe, pero que con la tortura finalmente se desmorona en su totalidad, ya no volverá a restablecerse. En el torturado se acumula el terror de haber experimentado al prójimo como enemigo: sobre esta base nadie puede otear un mundo donde reine el principio de la esperanza. La víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él. La angustia y además todo aquello que solemos llamar resentimientos. (AMÉRY, 2011, p. 117)

Si tomamos como referencia a la posición de Améry parece claro que surgen dificultades a la hora de volcar en estructuras gramaticales experiencias de daño y hay que ver cómo el lenguaje, ¿qué lenguaje?, puede ayudar o frenar la comunicación de dichas experiencias. Han existido y existen objeciones a la supuesta fidelidad de los recuerdos a los hechos del pasado y algunos de los testimonios ofrecidos por supervivientes de la barbarie nazi son prueba de ello. En este sentido, existen sospechas sobre la adecuación de la memoria a los hechos pasados e inquietudes respecto a las posibilidades reales de convertir en narración una experiencia de carácter traumático. Por otro lado, experiencias radicales de mal parecerían situarnos ante el absurdo de lo que puede llegar a implicar. El paradigma contemporáneo de dignidad humana podría ser entendido como un dispositivo jurídico-moral, cuya finalidad sería devolver, parcialmente, esta confianza en el mundo o al menos, una confianza en los ordenes jurídicos, nacionales e internacionales, que pretenden regular las convivencias humanas a partir de los derechos fundamentales. La construcción del paradigma contemporáneo de dignidad humana derivaría tanto de su conexión con los derechos humanos, como de una nueva carga moral política y progresivamente adquirida en reacción a los crímenes y atrocidades de la segunda guerra mundial (HABERMAS, 2010, p. 465-466). La idea de dignidad humana suele ser definida actualmente de dos formas complementarias: primero como valor de todos los seres humanos, y segundo, como el fundamento de los derechos fundamentales. En relación con el primer aspecto, la dignidad humana seria un valor inherente y absoluto al ser humano. En cuanto al segundo aspecto, los derechos humanos tendrían su razón de ser y justificación en la protección y el desarrollo de la dignidad humana. Estas dos dimensiones permiten entender el paradigma contemporáneo de dignidad: atribuyen un valor intrínseco al ser humano, que no depende de ninguna conducta para ser adquirido (siendo intrínseco) y justificando la consolidación y el desarrollo de los derechos fundamentales. Una perspectiva dominante sobre el tema ha consistido en detectar en la historia del pensamiento, filosófico y moral en particular, construcciones y premisas que hubieran contribuido a llevar (en el siglo XX) a la dignidad humana hacia su pedestal jurídico-político, como fundamento de los derechos humanos e incluso de cualquier tipo de organización democrática (DWORKIN, 2014; KATEB, 2011). Frente a esta visión, se ha construido otra visión dogmática que consistió en la elaboración de un corpus crítico que, atravesando varias disciplinas (filosofía, bioética, sociología) atacó la dignidad humana por ser, para citar solamente algunos ejemplos, un concepto ambiguo, inútil, antropocéntrico e occidental (DE LUCAS, 2010; HENNETTE-VAUCHEZ, 2011).

A la luz de los eventos que ocurrieron en la segunda guerra mundial, y de los testimonios que evocábamos más arriba, nuestro trabajo pretende también, neutralizar y superar algunos aspectos de este debate académico, intentando demostrar en particular que el paradigma contemporáneo de dignidad humana, es decir, concebido como el (supuesto) fundamento de los derechos humanos, tiene muy poco en común con los modelos anteriores de dignidad, y con los cuales, se le suele paradójicamente conectar. Es en efecto esta misma conexión, explícita o implícita, la que genera directa e indirectamente dudas, cuestionamientos y críticas a este mismo concepto. Por un lado, esta conexión no permite entender la relación actual entre dignidad humana y derechos humanos, en la medida en que los derechos aparecieron históricamente antes que el reconocimiento político-jurídico de la dignidad humana como el fundamento de estos últimos. Para ilustrar de forma muy resumida nuestro argumento: es solamente en el siglo XX, después del Holocausto precisamente, con la Declaración Universal de 1948, la Carta de las Naciones Unidas de 1945, y los Pactos de 1966 cuando la dignidad humana apareció como el fundamento de los derechos humanos. Ahora bien, éstos derechos aparecieron antes, como en la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789, y la dignidad humana no fue utilizada para justificarles. Además, y a pesar de no ser el objetivo directo de nuestro trabajo, deberíamos distinguir también no solamente varios “paradigmas de dignidad” en la historia sino también varios “modelos históricos de derechos” distintos e incluso posiblemente opuestos entre si, respondiendo a objetivos e intereses políticos diferentes (MOYN, 2010, p. 12, 22). Por tanto, el solapamiento entre la “dignidad” y los “derechos humanos” (el modelo actual) sería un fenómeno inédito, un incidente histórico, sin ningún precedente anterior y constituyendo un modelo proprio con sus finalidades y características particulares. Al mismo tiempo, esta observación no implica que este solapamiento represente en si un progreso moral, sino solamente un dispositivo jurídico-político (que puede tener una legítima carga moral) respondiendo a preocupaciones (políticas y sociales) contemporáneas. Por otro lado, hacer depender consciente o inconscientemente, la comprensión del paradigma contemporáneo de dignidad humana de unas definiciones anteriores de “dignidad” que, debido a sus posiciones históricas respectivas no contemplaban cuestiones ni de justicia ni de derechos, solamente puede suscitar críticas (justificadas) sobre el significado y la utilidad de la dignidad humana como fundamento de estos mismos derechos. Aquellas críticas suelen cuestionar tanto la utilidad de esta justificación moral los derechos (defendiendo al contrario una politización de los derechos) como la forma de esta moralización (el concepto de dignidad humana expresando solamente un individualismo abstracto o posesivo). Más todavía: si la dignidad humana tiene una larga historia de consolidación moral y espiritual, cómo explicar entonces su violación sistemática en los siglos XX y XXI? Antes de apuntar una tensión entre los ideales morales y el respeto de aquellos (lo que se suele generalmente hacer), deberíamos primero preguntarnos si aquellos ideales fueron realmente consolidados y debatidos en estos mismos ámbitos morales y filosóficos.

Así, en esta segunda parte, pretendemos identificar algunos modelos anteriores de dignidad, que han podido configurar lo que llamaremos el paradigma tradicional de dignidad y que como queremos demostrar, comparten pocas características con le modelo actual de dignidad humana. A través de esta genealogía alternativa de la dignidad, queremos subrayar la ruptura de nuestro modelo actual en relación con los modelos anteriores.

2 OTRA GENEALOGÍA DE LA DIGNIDAD

El paradigma tradicional de dignidad puede ser explicado en esta genealogía gracias a cuatro modelos. Obviamente, nuestra perspectiva implica una cierta reconstrucción y no pretende en absoluto abarcar las complexidades de cada época en función de un modelo específico. Incluso, nuestra aproximación no pretende inculcar la idea según la cual cada sociedad se hubiera articulado en función de un modelo específico de dignidad, cuyo significado impregnaba por ejemplo, en mayor o menor medida, las distintas esferas políticas y jurídicas de aquellas sociedades. Tal aproximación consistiría en realizar una lectura retrospectiva y encubiertamente teleológica del pasado en función del paradigma contemporáneo de dignidad humana. Nuestra labor debe entenderse mejor como un intento para detectar sí ciertas continuidades entre estos cuatro modelos tradicionales de dignidad que no parecen ser presentes (y tal vez el parecer cumple otra función), en las premisas del paradigma contemporáneo de dignidad humana. Estudiaremos así los siguientes modelos: 1. Dignidad clásica (Antigüedad). 2. Dignitas hominis (Edad Media y Renacimiento). 3. Dignidad y derecho natural (Siglo XVII) y 4. Modelo kantiano de dignidad (Siglo XVIII). Estos modelos configurarían lo que llamamos el paradigma tradicional de dignidad. Conviene subrayar que no están realmente separados entre si y su sucesión no representa en absoluto un progreso linear. Un modelo (por ejemplo la “dignidad spiritual”) puede reconstruir algunos rasgos de un modelo anterior (“dignidad clásica”) y entrar en contradicción con algunas características de otro modelo (“dignidad y derecho natural”). Lo que todos estos modelos tienen en común es su forma de concebir un ideal de naturaleza humana, a partir del cual el individuo deberá adecuar su conducta, para asumir, legitimar y mantener un rango moral, político o social.

a) Modelo clásico de dignidad (Antigüedad)

Importantes figuras de la filosofía clásica de tipo “idealista”, en Grecia y Roma, subrayaron e insistieron en el carácter único del ser humano, diferenciando en particular la naturaleza humana de otras naturalezas (animales por ejemplo), apuntando el origen divino y superior de los humanos. En este modelo, se suele identificar unas características propias a la naturaleza humana y el modo correcto para usarlas con el fin de desarrollar unos ideales morales y ciertas virtudes socio-políticas (bondad, prudencia, benevolencia por ejemplo). Según Platón, en el Timeo (90a-b) el alma humana (psyché) tiene un origen divino (1997, p. 258) y en la República (353d3-13) considera que su propósito más alto consiste en alcanzar las virtudes de justicia y de bien gracias a una determinada actividad cognitiva, como la contemplación (1997, 101). Aristóteles insiste igualmente en Del alma (408b15) en la especificidad del ser humano, subrayando su racionalidad como expresión de su origen divino (1994, 155). A diferencia de los (otros) animales, el ser humano es dotado de la capacidad de lenguaje, del sentido moral del bien y del mal, del justo y del injusto, rasgos que le definen según la fórmula conocida, como un zoon politicon, un “animal político” (1995, p. 281, 397). Tanto Platón como Aristóteles, insisten en las particularidades del ser humano pero no realizan sus construcciones respectivas de la naturaleza humana en termos de valor. Con otras palabras, no hacen derivar de sus concepciones antropológicas un valor inherente o otros tipos de valores que deberían modificar y reestructurar la polis, sino exactamente lo contrario: defienden ciertos modos de existencia necesarios y legítimos para la consolidación de la comunidad política justificando una ciudadanía exclusiva y excluyente (con la legitimación de la esclavitud).

En Roma, figuras del estoicismo tardío como Cicerón y Séneca contribuyeron igualmente a consolidar un modelo clásico de dignidad. El primero menciona explícitamente la excellentia et dignitas de todos los seres humanos por compartir la misma naturaleza racional (1999, I.105, p. 54-55). Al mismo tiempo, y de forma paralela, los conceptos de dignitas y de dignatio parecen haber emergido en el vocabulario político de la Roma clásica para definir los cargos políticos como y al mismo tiempo las cualidades personales necesarias para desempeñar y mantener aquellas funciones (previsión, provisio, constancia, constantia, autoridad, autorictas). Cicerón insiste así en unos rasgos específicos y en virtudes particulares (racionalidad, inteligencia, memoria, consciencia, capacidad de previsión) que debe desarrollar el individuo con el fin de cumplir con sus funciones políticas y actualizar la naturaleza única y divina del ser humano (1992, I. 22, 152; 1999, I. 11, 9). Une educación correcta (humanitas) debe permitir desarrollar y cultivar estas cualidades humanas intrínsecas y otras virtudes socio-políticas que permiten tener legitimidad para acceder y desarrollar los objetivos políticos más altos (1999, I. 73, 38). El modelo clásico de dignidad puede ser explicado siguiendo esta estructura: en un primero momento y dentro un cosmos (entendido como orden) se reconoce cierta elevación y superioridad de la naturaleza humana, (insistiendo en unos rasgos específicos) que el individuo debe, en un segundo momento, actualizar (desarrollando precisamente estas características especificas de su naturaleza humana) si pretende cumplir con sus funciones en el seno de esta orden socio-política. Cuando los pensadores clásicos se refieren a la posición elevada del ser humano, utilizando incluso as veces el termino “dignidad” para describir esta situación, no tienen necesariamente en mente una definición moral del ser humano, concibiendo esta dignidad como un “valor” (SENSEN, 2011, p. 76). La elevación y la superioridad del ser humano (sobre los restantes animales), hace referencia simplemente, explicita o implícitamente, a una idea de dignidad entendida como rango o distinción social, discriminando algunos individuos de otros. Esta idea de superioridad o de elevación genera, a su vez, unos deberes (morales) y unas relaciones del individuo consigo mismo, si quiere mantener dicha posición (socio-política). Junto a esta primera dimensión de la dignidad dentro del modelo clásico, que como hemos indicado, parece coincidir con el desempeño de ciertas funciones políticas, o por lo menos participar de una cierta organización política, parece haber convivido otro modelo complementario y paralelo, casi anterior, y profundamente arraigado en el corpus filosófico clásico. Mencionaremos a continuación a Séneca, pero esta segunda dimensión podría encontrarse ya en los presocráticos por ejemplo. En las Cartas Morales a Lucilio, Séneca exhorta en un pasaje: “Examínate a ti mismo, estúdiate y obsérvate en todas tus facetas y ante todo mira si es en el conocimiento de la filosofía” (1989, XVI, p. 37) e insiste más adelante que es “un placer permanecer consigo mismo la mayor cantidad del tiempo, cuando nos hemos hecho dignos de gozar de nosotros” (1989, LCVIII, p. 136). En una investigación previa (PELE, 2010, p. 42) se justifica el estudio de los orígenes de la dignidad humana a partir, entre otros, de una hipótesis del antropólogo Louis Dumont, según el cual, la idea moderna de individuo, como sujeto que se “basta a si mismo” hubiera surgido de la propia actividad filosófica, y por tanto de la figura del filósofo, en la construcción de un ideal espiritual de sujeto autónomo y autosuficiente (DUMONT, 1987, p. 63). De forma resumida, del principio délfico del “conócete a ti mismo” presente en los textos de Séneca que hemos citado, se hubiera construido paulatinamente la concepción de un “individuo como valor”, base necesaria para la futura implementación del paradigma contemporáneo de dignidad humana. Convendría matizar esta aproximación y replantear estas cuestiones dentro de una perspectiva diferente. En efecto, este planteamiento presenta el problema de conferir un significado teleológico a la actividad filosófica, como si ella, en su movilización de las actividades racionales e individuales, confluyera supuestamente hacia la construcción moderna de la dignidad humana (entendido como valor).

Acudiendo a Foucault, existe otra manera de entender la actividad filosófica, con en particular, el “conócete a ti mismo”, encuadrándola dentro del “cuidado de si”. Se trataría de integrarla en la historia de la construcción de las subjetividades, y ello por medio de determinadas “tecnologías del yo”. Más precisamente, Foucault indica que en el mundo clásico emergió específicamente una “cultura de sí” organizada a través de reflexiones teóricas y técnicas especificas (divulgas en por tanto por el campo filosófico), transformando el sí en un valor universal pero accesible a unos pocos (una élite social). Más incluso: el “sí” hubiera organizado y reorganizado el campo de los valores tradicionales del mundo clásico (FOUCAULT, 2001, p. 173). Aquí podría aparecer la otra dimensión del modelo clásico de dignidad. A diferencia de la primera, que parecía surgir de la adecuación entre la conducta individual en relación con los rangos sociales determinados, esta segunda dimensión podría relacionarse con un conjunto de prácticas o una “nueva estilística de existencia” que surgieron fuera del orden político (FOUCAULT, 1984, p. 97). Es cierto que ambas dimensiones del modelo clásico de dignidad se solapan en la medida en que en ambas inculcan deberes, prácticas, y exigen una cierta transformación moral y espiritual del individuo con el fin de adecuarle con una determinada verdad. Sin embargo, y siguiendo e reinterpretando a Foucault, esta preocupación y esta cultura de sí (con sus técnicas y prácticas) parece ser mayor y haber absorbido la primera dimensión del modelo clásico de dignidad (como elevación/dignitas dentro de una orden socio-política determinada). Mejor todavía: esta primera dimensión que hemos apuntado, seria solamente una consecuencia, una modificación, una adaptación “mundana” de estas determinadas “técnicas de si” en el mundo clásico. Por tanto, el concepto clásico de dignidad sería también (y tal vez solamente) un ersatz de la cultura griega y romana de la “cultura de sí”, dimensión estética de la historias de la construcción de las subjetividades.

b) Dignitas hominis (Edad Media y Renacimiento)

El modelo de la dignitas hominis se construyó a lo largo de la Edad Media y en particular en el Renacimiento. Apareció, aparentemente, en el seno de una dicotomía entre por un lado, la defensa de una existencia humana y mundana y por otro, la legitimación de una vida estrictamente sometida a su dimensión religiosa. La noción de “dignitas hominis” pareció emerger para defender y celebrar la “excelencia y la grandeza” (excellentia ac praestantia) de los seres humanos. Surgió como una perspectiva complementaria y un contra-punto a una visión pesimista de la existencia humana, la llamada “miseria hominis”. Esta última idea se difundió en particular a través de varios escritos que aparecieron en la Alta Edad Media, los llamados “Contemptu Mundi” (el desprecio del mundo), escritos por autores cristianos, místicos y eclesiásticos, influenciados por la teología agustiniana, y tales como Bernard de Cluny, Bernard de Clairvaux y Lotario de Segni (futuro Papa Inocencio III). En el De contemptu Mundi sive de miseria conditionis humanae (“Del desprecio del mundo o la miseria del hombre”) de 1195, de Segni presenta al ser humano como una creatura peligrosa y atormentada, cuya existencia es afligida por una sucesión de males y miserias de los cuales no puede escapar, la única solución siendo la humildad y la penitencia (1999, II.31, p. 126). Frente a esta “lista acusadora” de las propias miserias humanas (NIETSZCHE, 2012, 72), se suele considerar que el humanismo desarrolló una perspectiva opuesta, la dignitas hominis, para responder en el mismo campo espiritual, a esta visión pesimista del ser humano. Así, entre los siglo XIV y XVI, con importantes precedentes en los siglos anteriores, varios humanistas celebraron la dignidad del ser humano, realizando una nueva exegesis de la fuentes bíblicas, reinterpretando los filósofos clásicos, y difundiendo otras formas espirituales (hermetismo, cábala, prisca theologia). Francesco Petrarca, Bartolomeo Fazio, Giannozzo Manetti, Marsilio Ficino, para citar solamente algunos, escribieron sobre la cuestión, construyendo este concepto de dignitas hominis a partir de una definición del ser humano como un “magnum miraculum” (“un gran milagro”), conteniendo en su naturaleza todas las leyes y principios del universo (microcosmos). Pico della Mirandola parece destacarse con su Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) y puede representar este modelo de dignitas hominis. Pico considera en este sentido que el ser humano no tiene una naturaleza determinada sino que gracias a su inteligencia y libertad innatas que Dios le otorgó, tiene la capacidad de determinar por sí sólo su destino y su propia naturaleza individual. El ser humano se vuelve en este sentido un “modelador y un escultor” de sí mismo (1984, p. 105-106) Ahora bien, su dignidad no deriva de esta interminación esencial inicial, sino de su capacidad para movilizar sus cualidades humanas más altas (inteligencia, razón, bondad, moralidad) para ser fiel al amor y a la confianza que Dios depositó en él. El ser humano debe en este sentido superar sus inclinaciones puramente humanas y animales, progresando “debidamente de peldaño en peldaño”, descansando en la felicidad teológica (1984, p. 111). Solamente en este último grado ontológico puede expresarse la dignidad del ser humano. La misma estructura de pensamiento con los mismos rasgos comunes, se encuentran la mayoría de los humanistas que hemos citado. El concepto de dignidad no aparece como un valor generando derechos, sino como una elevación ontológica que el ser humano debe realizar y actualizar, movilizando correctamente determinadas características de su naturaleza humana ideal.

Se suele oponer como hemos explicado el corpus humanista y renacentista de la dignitas hominis al corpus (medieval) de la miseria hominis, encerrando el debate a un mero conflicto espiritual o filosófico sobre el significado de la vida. Deberíamos mejor preguntarnos porque en un espacio de tiempo limitado (el siglo XV) y en un territorio determinado (Florencia), (re)surgieron aquellos tratados y escritos defendiendo la dignidad del ser humano. Limitarse a una comprensión de aquellos escritos solamente como una respuesta retroactiva a una visión pesimista del ser humano que de se desarrolló en la Edad Media, no parece suficiente (puesto que tres siglos les separan) y que durante esta misma Edad Media (que abarca más de diez siglos), otros tratados fueron escritos sobre la dignitas hominis. Este discurso renacentista y humanista sobre la dignitas hominis se legitima sí contra las tesis de la miseria hominis, y hace referencia criticando el Contemptu mundi de De Segni, pero cumple al mismo tiempo un papel político preciso. Para delimitarlo acudiremos a dos autores contemporáneos, Max Weber y Erich Fromm. El primero subrayaba en passant que “en el foco del más notable desenvolvimiento capitalista en el universo de aquel tiempo, en la Florencia de los siglos XIV y XV, el mercado de dinero y de capital de los tan importantes poderes políticos estaba visto como moralmente sospechoso, o simplemente tolerable” (WEBER, 2014, p. 66). El segundo, indicaba que “el Renacimiento no fue una cultura de pequeños comerciantes y pequeños burgueses, sino de ricos nobles o ciudadanos”. Según Fromm, la reaparición de la dignidad humana en el discurso humanista sirvió entonces para exaltar “el papel de la voluntad y de las obras humanas” en estos comienzos del capitalismo, compensando posibles sentimientos de perplejidad e inseguridad entre los miembros de estos ricos nobles y ciudadanos (FROMM, 2004, p. 64, 87). Así, el discurso de la dignitas hominis en su defensa de la vida humana y mundana, del progreso técnico, con en particular la rehabilitación del trabajo individual, siendo un instrumento perpetuando en el mundo la Creación divina – y ya no una consecuencia de la Caída del hombre – (PELE, 2012) consistió también en un dispositivo moral y espiritual dirigido políticamente a esta nobleza florentina para que ella legitimase su acumulación de riqueza dentro de los parámetros la ética católica. Respondiendo a Fromm, la dignidad humana en su acepción humanista no apareció solamente como un mecanismo de compensación casi psicológica entre los miembros de la élite florentina presenciando las primeras transformaciones del capitalismo, sino precisamente, como un discurso legitimando y posibilitando la plena inmersión y participación de aquellos en el fenómeno capitalista. Completando a Weber, la dignidad humana sirvió precisamente (y seguramente junto con otros elementos) a tolerar y justificar la actividad capitalista de aquellos poderes públicos de la Florencia del siglo XV. Consistió tal vez en un dispositivo de la ética católica que, acoplándose a otras fuentes morales y filosóficas, sirvió para acompañar el desarrollo de un “espíritu” del capitalismo en sociedades que no fueran protestantes. Este punto precisa obviamente desarrollos más profundos y sutiles, que no caben en este trabajo. Nos quedamos con la idea que el modelo de la dignitas hominis, no genera en absoluto derechos, ni contemplaba un valor inherente al ser humano, sino que conllevaba una visión que el ser humano debía progresar individual y colectivamente en su existencia si quería responder a los fines morales y políticas depositados en su naturaleza.

c) Dignidad y derecho natural (Siglo XVII)

Se suele a menudo aceptar acríticamente que la idea racionalista de derecho natural del siglo XVII fuese una premisa importante para el desarrollo de los derechos naturales del siglo XVIII, bases de las Declaraciones del mismo siglo, perpetuando una larga cadena de progreso moral y político hasta llegar a las grandes declaraciones del siglo XX. Según Recasens, por ejemplo, todo el derecho natural consiste fundamentalmente en el valor de la libertad: deriva por esencia de la índole del hombre como ser moral y consagra las libertades básicas del sujeto (2001, p. 434). Conviene insistir sin embargo que las primeras doctrinas relativas a los derechos naturales eran las progenituras de la consolidación del Estado moderno, absolutista y expansionista. Eran instrumentos que servían a disciplinar sociedades frecuentemente divididas por guerras civiles y al mismo tiempo, estos derechos, surgieron cuando los Estados europeos iniciaron una actividad colonizadora sin precedentes (MOYN, 2010, p. 21-23). Uno de los autores representativos y frecuentemente ensalzado como “precursor” de la dignidad humana es Samuel Pufendorf. Welzel irá hasta escribir que “Pufendorf es el primero que antes de Kant, expresará con palabras tan impresiones la idea de dignidad del Hombre como ser éticamente libre, haciendo de ella el soporte de su sistema de Derecho Natural y deduciendo también de ella la noción de derechos del Hombre y de la libertad, que determinará el curso del siglo siguiente” (1971, p. 147). Si no tenemos precauciones podemos efectivamente repetir el mismo error de Welzel y de tanto otros que intentan realizar una lectura retrospectiva de la historia de la dignidad humana. Al principio del Libro II de su tratado Del derecho natural y de gentes de 1672, Pufendorf contempla el estado de naturaleza de los hombres y aprovecha para profundizar el concepto de libertad. Para Pufendorf, los hombres nacen con esta libertad, una facultad interna que les permite hacer o no hacer lo que consideran como oportuno. A partir de este momento, habla propiamente de “la dignidad y la excelencia del hombre”. Las cualidades espirituales del ser humano son tan altas que su fin no puede consistir en su única preservación. Tienen unas finalidades morales superiores que pueden plasmarse únicamente en la vida social, jurídicamente regulada.

La dignidad y la excelencia del hombre por encima del restante de los animales requiere que conforme sus acciones con una Norma, sin la cual no se podría concebir ningún orden, ninguna belleza, ninguna beneficencia (…) reflexionar sobre sí mismo, repasar y reunir sus ideas y compararlas con sus acciones, de donde nace el Imperio de la conciencia: todas cosas que tendrían poco uso en una vida salvaje, sin Ley, sin Sociedad. (1987, L.II, Chap.I, § V, p. 145-146)

La vida humana es así un “bello orden” en la medida en que cada uno es capaz de orientar su conducta hacia el desarrollo y la protección de sus propios intereses. Este planteamiento permite justificar desde un punto de vista antropológico, la propia existencia del derecho. En efecto, éste aparece como una herramienta humana cuyo propósito consiste en resolver los conflictos entre los humanos, para que cada uno alcance sus interés propios y que la sociedad se mantenga ordenada. Dios ha conferido al ser humano una libertad extraordinaria que debe ser regulada mediante las leyes morales de la conciencia individual. Por este mismo motivo, el concepto de dignitas en Pufendorf no consiste en un valor inherente al ser humano. En efecto, según Pufendorf para definir al ser humano se debe identificar cuatro rasgos que son la dignitas, la pravitas (la corrupción), la varietas ingeniorum (la diversidad de carácter) y la imbecilitas ac naturalis incultus (la debilidad y la vulgaridad natural). Aquellas cuatro características hacen que la conducta humana deba ser regulada por la ley natural (HAAKONSSEN, 2010, 5). El objetivo en Pufendorf no consiste en demostrar y defender la dignidad del ser humano, sino en establecer los parámetros éticos y políticos para mantener la paz en una sociedad bien ordenada. Los seres humanos no son naturalmente iguales, sino iguales por los mandamientos del derecho natural. La seguridad y la tranquilidad de las relaciones humanas son el objetivo del derecho. Pufendorf habla en este sentido de una “sociabilidad universal” como principio del derecho natural cuyo objetivo principal es el mantenimiento de una “sociedad tranquila” (1987, L.III, Chap. III, §15, p. 195). Cada individuo, como parte de la sociedad, debe realizar y mantener este conjunto humano.

Más adelante, otra referencia de Pufendorf a la dignidad podría prestar a confusión si no tenemos en cuenta sus objetivos. Así:

hay en la sola palabra hombre una dignidad (dignatio); la razón más fuerte y también el último recurso que se tiene a mano para rebatir la insolencia de una persona que nos insulta es decirle: “después de todo, yo no soy un perro; soy tan hombre como tú”. Como la naturaleza humana es la misma en todos los hombres, y que por otro lado, no podría haber Sociedad alguna entre ellos, si no se apreciasen al menos como teniendo una naturaleza común, se deriva que: por Derecho natural, CADA UNO DEBE CONSIDERAR Y TRATAR A LOS DEMÁS COMO SIÉNDOLE NATURALMENTE IGUALES, es decir como siendo tan hombres como él mismo. (1987, L.III, Chap. II, § I, p. 309)

El ejemplo de Pufendorf puede parecer trivial, y muestra ante todo, como esta noción de dignidad no expresa aquí un valor inherente al ser humano (Pufendorf habla de una dignidad), sino más bien unos sentimientos de estima, de respeto social o incluso de un “derecho al orgullo” (PERISTIANY, 1968, p. 3). Por tanto, siguiendo a Pufendorf, debemos tratar a los demás como si fueran iguales y no porque poseen una dignidad intrínseca. Dicha igualdad no deriva de una naturaleza humana sino y sólo de las obligaciones del derecho natural. Consiste en una ficción cuyo fin es la neutralización de los instintos animales y agresivos de cada uno. Por tanto, en Pufendorf, el debate entorno al estado de naturaleza entre los individuos no es relativo a la cuestión de la dignidad humana o al valor del ser humano y su respeto. Su objetivo consiste en demostrar la obligación moral de los individuos de tratarse como iguales porque el derecho natural exige el mantenimiento y desarrollo de la sociabilidad entre los humanos. Siguiendo Haakonssen, la única dignidad a la cual Pufendorf se refiere es nada más que la capacidad del ser humano a sentirse obligado por la ley natural (2010, p. 6). Una perspectiva similar reaparece en Kant con su concepción de dignidad.

d) El modelo kantiano de dignidad (Siglo XVIII)

Teniendo en cuenta la influencia de Kant en la elaboración del concepto contemporáneo de dignidad humana, incluir su modelo entre el paradigma tradicional podría aparecer como una provocación académica gratuita. Sin embargo, no se trata de demostrar la ausencia de contribución del pensamiento kantiano a la dignidad humana concebida como fundamento de los derechos humanos, sino revelar como su concepción de dignidad mantiene todavía fuertes relaciones con los modelos anteriores. Señalaremos solamente algunos rasgos que parecen confirmar esta idea. Un índice sobre la relativización del peso del concepto de dignidad en el pensamiento kantiano nos lo proporciona Habermas cuando escribe que “el concepto de dignidad humana no adquirió ninguna importancia sistemática en Kant” (2010, p. 474). En la Fundamentación de la metafísica de los costumbres, Kant escribe:

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad (…) aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio sino un valor interno, esto es, dignidad. (2003, p. 74)

Esta definición de la dignidad corresponde implícitamente en la Crítica del juicio, con lo “sublime” definido como “lo que es absolutamente grande” y que está “fuera de toda comparación” (1999, § 24, p. 187-188). La idea de dignidad parece mantener este idea de superioridad y elevación que hemos detectado en los modelos anteriores. Además, Kant recurriría al término “valor” en un sentido puramente economicista (oponiéndole al precio). En efecto, en su época, el término alemán “Werth” se aplicaba supuesta y estrictamente a la esfera económica (SENSEN, 2009, p. 272). Kant no parece por tanto pensar en el término “valor” como una entidad metafísica, y absoluta que sí parece estructurar el paradigma contemporáneo de dignidad. Siguiendo el texto citado más arriba, conviene preguntarnos a continuación sobre el titular de esta dignidad. Kant es claro al respecto: lo que tiene dignidad es “la condición para que algo sea un fin en sí mismo”. Debemos preguntarnos sobre qué es esta “condición” que tiene una dignidad. La respuesta de Kant es la siguiente:

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad es lo único que posee dignidad. (2003, p. 74-75).

La ley moral representa esta “condición” que tiene una dignidad, es decir, un valor interno. A su vez, en la medida en que la llamada “humanidad” puede comportarse de acuerdo con esta ley moral, tiene también dicha dignidad. Existe así un proceso de transferencia de dignidad de la ley moral a la humanidad, cuando ella misma actualiza y repercute la ley moral. La dignidad no deriva de la humanidad en sí, sino de una predisposición, de una capacidad, de una potencialidad de la humanidad: Kant escribe “en cuanto que ésta es capaz de moralidad”. Tenemos aquí una diferencia radical con la idea de dignidad humana como valor inherente. La consideración kantiana de la dignidad como valor interno hace que el individuo dependa de una conducta adecuada para obtener este valor. Es “interno” porque el ser humano posee una cualidad (es decir, su predisposición para la moralidad que le convierte en un ser libre) que debe actualizar y desarrollar en su personalidad. Al contrario, la definición contemporánea de la dignidad como valor inherente no depende ni de una cualidad (moral o social) del ser humano ni de su conducta conforme a esta supuesta cualidad.

En otra parte de la Fundamentación, cuando Kant distingue los fines subjetivos de los fines objetivos:

El hombre y en general todo ser racional (…) no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos (…) porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto y si todo valor fuera condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo. (2003, p. 66)

Este texto es interesante para entender los motivos que permiten a Kant atribuir un valor absoluto al hombre. Primero, Kant no menciona en este texto el término “dignidad”, lo que hubiera sido legítimo de esperar si quería realmente construir este concepto. Segundo, la noción de valor absoluto no surge con el objetivo proteger el valor del ser humano (modelo contemporáneo de dignidad humana) sino como una “necesidad” para que la ley moral sea posible y efectiva. Por tanto cuando Kant define el imperativo categórico como “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio” (2003, p. 67), este respeto no surge del valor inherente y a priori del ser humano. La dignidad no es el motivo porque uno tiene que respectar a los demás, sino que indica solamente lo que uno debe respectar en el otro, es decir, su cualidad moral (SENSEN, 2011, p. 82). Además, este imperativo se dirige primero como un deber hacia su persona y no genera en absoluto ningún tipo de derechos, sino solamente deberes de orden moral. De forma resumida, Kant no utiliza por un lado el concepto de dignidad para otorgar derechos al ser humano. Por otro lado, dicha dignidad no es inherente al ser humano, sino que depende de su conducta moral. Por fin, Kant no fundamenta su concepción del derecho en una idea moral previa relacionada con cualquier tipo de respeto del ser humano. La verdadera dignidad del individuo debía expresarse en su capacidad (como agente moral) para obedecer a la ley moral y por extensión, al derecho[3]. No existía en absoluto en Kant un derecho de resistencia sino el deber de cumplir siempre con los mandamientos de la ley.

CONCLUSIÓN

Hubiéramos podido continuar nuestra genealogía de la construcción del concepto de dignidad, en el siglo XIX y los inicios del siglo XX, poniendo en particular de relieve la consolidación y las tensiones entre por un lado la definición moral y cosmopolita del concepto de “humanidad” y por otro, las empresas de colonización de varias potencias europeas. Lo que importa para los fines de nuestro trabajo es indicar que el paradigma tradicional de dignidad no presente premisas al concepto actual de dignidad humana precisamente porque no se contemplaba un valor intrínseco y absoluto de los seres humanos que fundamentaba supuestos derechos frente al poder político.

Podemos seguir detectando y defendiendo unas premisas en supuestas celebraciones de la superioridad y grandeza de la naturaleza humana, pero estas posiciones no permiten entender la novedad y la ruptura que representa el modelo contemporáneo de dignidad humana. No queremos decir tampoco que la ausencia de reconocimiento jurídico de la dignidad humana como fundamento de los derechos humanos, pudiese explicar por sí sola las atrocidades de la segunda guerra mundial. Lo que sí apuntamos es que son precisamente las personas que vivieron los grados de sufrimientos y de humillación más atroces las que son capaces de “decir la verdad” sobre lo que podría ser el valor de la dignidad humana. Esta verdad, como recuerda Zizek (2012, 340), es una verdad que debe ser abierta, as veces por la fuerza, y en general, los que dicen esta verdad, no están inmediatamente escuchados, porque luchan (consigo mismo y con otros) para encontrar una lenguaje adecuado para articularla.

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ZIZEK, S. Vivendo no fim dos tempos. Traducción de M. B. de Medina. São Paulo: Boitempo, 2012.

Notas de Rodapé

[1] Profesor Doctor del Departamento de Derecho y del Postgrado en Derecho de la PUC-Rio, Rio de Janeiro, Brasil. E-mail: antonio.pele.rj@gmail.com

[2] Profesor Visitante Doctor del Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura de la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M), del Programa de Postgrado en Estudios Avanzados en Derechos Humanos del Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la UC3M y del Master Universitario de Acceso a la Abogacía en ICADE-Universidad Pontificia de Comillas. E-mail: saravia.gregorio@gmail.com

[3]Que se ha de obedecer a qué que se encuentra en posesión del poder supremo de mandar y legislar sobre el pueblo, y ciertamente de un modo tan incondicionado jurídicamente que es ya punible el solo hecho de investigar públicamente el título de esta adquisición (…); que es un imperativo categórico: obedeced a la autoridad que tiene poder sobre vosotros (…)”. (KANT, 1989, 371-372, p. 217-218)