Decisiones Políticas en Materia Ambiental: Reflexiones Desde la Ética Weberiana y Desde la Fuerza Trascendental Hegeliana

POLITICAL RESOLUTIONS REGARDING ENVIRONMENTAL ISSUES: REFLECTIONS FROM THE WEBERIAN ETHICS AND FROM THE HEGELIAN TRANSCENDENTAL FORCE

Jesús Víctor Alfredo Contreras Ugarte[1]

Resumen: Pareciera que las decisiones políticas sobre el medio ambiente se tuvieran que tomar siempre desde un enfoque frívolo de cálculo y conveniencia económica. Hablar de relegar y desatender el interés de preservar el medio ambiente para dar preferencia a cualquier otra situación que, en términos políticos y económicos, pueda resultar más lucrativa en el presente, hay quien cree que es lo correcto por razones de practicidad y de mejor protección de los intereses económicos de una nación y de sus ciudadanos. En este artículo sostengo que ello es un error, y que el respeto, conciencia y atención al medio ambiente y, con ello, a la subsistencia de los valores y derechos humanos de todos, son de capital importancia en el ejercicio de las decisiones políticas. Reflexiono desde la ética de Max Weber y desde la idea de la fuerza trascendental hegeliana.

Abstract: It would seem that political decisions regarding environment should always be taken from a frivolous mathematical and economical interest approach. Talking to relegate and disregard the interest of preserving the environment and give preference to any other situation that, in political and economic terms, could be more profitable at present is what some people believe is the right thing for pragmatism and better protection of the economic interests of a nation and its citizens. In this article, I argue this is a mistake, and in respect, awareness and attention to the environment and, therefore, the survival of values and human rights, are of paramount importance in when adopting of political resolutions. I reflect on Max Weber’s ethics and the idea of the Hegelian transcendental force.

Palabras clave: Decisiones políticas, medio ambiente, responsabilidad, fuerza trascendental, conciencia y convicción, Weber, Hegel.

Keywords: Political resolutions, environment, responsibility, transcendental force, conscience and conviction, Weber, Hegel.

1 DIFERENCIA ENTRE CONVICCIÓN Y OBLIGACIÓN

Convencido estoy de la necesidad de que toda persona humana debe contar con una conciencia y convicción de sus valores y derechos humanos. Esto es trascendental para lograr una verdadera paz social y un sostenible desarrollo humano y, por supuesto, el medio ambiente es un valor dentro de la existencia humana puesto que es en el dónde existimos y donde nos desarrollamos como seres humanos. Sin un hábitat posible y adecuado para nosotros, nuestra existencia sería imposible. Pero entender bien esto implica que hay que tener la firme convicción de la necesidad que tenemos todos de contar con un medio ambiente saludable y sostenible.

Es clara la superioridad de la convicción como mejor instrumento para lograr una real eficiencia en el respeto hacia los derechos humanos, más allá de la formal obligación legal que simplemente obliga a respetarlos. Lo mismo pasa con las normas que simplemente pretenden regular la protección del medio ambiente obligando a los que carecen de la conciencia y convicción ambiental necesarias.

Empezaré, entonces, haciendo una diferenciación entre lo que debemos entender por obligación frente a lo que es la convicción.

La obligación es todo aquello que hacemos o no hacemos, obligados –valga la redundancia– por algo o por alguien. No importa ya si creemos que eso que hacemos o no hacemos, es correcto o incorrecto, o si es lo que verdaderamente queremos hacer. Cumplimos con ese hacer, o con ese no hacer, porque existe una consecuencia que se produce o que se podría producir, si yo no cumplo con aquello a lo que se me obliga. Esto significa que, en la obligación existe una sanción, algún medio coercitivo o alguna consecuencia negativa que quiero evitar y, la forma de evitarlo, es cumpliendo o haciendo algo que impida a ese hecho negativo surtir sus efectos, sin importar que esto vaya o no en contra de mis convicciones y creencias. Esto último es lo que interesa –evitar el perjuicio particular e inmediato–, no la trascendencia o el efecto final que se produce en uno mismo y en el resto de la sociedad.

El marco de la obligación es en el que se mueve principalmente el Derecho y con el que se sustenta la mayor parte de la producción de normas legales: el de obligar formal y legalmente para que los sujetos eviten una sanción represora o castigadora o algún otro perjuicio determinado.

En cambio, la convicción se mueve en otro marco de entendimiento, y, a mi juicio, en un marco muy superior, en cuanto a consecución de eficiencia de fines se trata. La convicción implica que yo hago o dejo de hacer algo, porque creo que con ello hago lo correcto o, simplemente, porque quiero hacerlo o dejar de hacerlo, y no tengo en cuenta para decidirlo la consecuencia que se provoque, me sea ésta perjudicial o no. Este es un estado de convencimiento espontáneo y profundo de los sujetos, que es más eficiente y sólido para mover, en un sentido u en otro, las decisiones de los individuos, ya que, haya o no consecuencias represoras que intenten obligarnos a algo, siempre se actuará guiados por las convicciones propias –es decir, por convencimiento-. La convicción no necesita verse obligada o amenazada con alguna sanción, para ejercerse o cumplirse con ella.

Este es el nivel que se alcanza con una conciencia crítica y activa del valor humano y del hábitat que lo alberga. Esto es lo que nos conduce a una verdadera conciencia ambiental necesaria para el bienestar de nuestros semejantes, tanto de las generaciones presentes como de las futuras. Mi certeza de la mayor eficiencia de la convicción por encima de la exigente obligación de evitar una sanción, la puedo sustentar muy bien en las palabras del filósofo italiano Rodolfo Mondolfo (1962), quien afirma que:

(…) la necesidad de la propia expansión es ‘tendencia viva, verdadera y pura, que nada desmiente nunca en la más profunda interioridad’, a la alegría de hacer fe lices a los demás, que es la más dulce de cuantas puedan existir, a condición de que sea ‘libre y voluntaria’. Cuando no interviene el peso de la exigencia ajena, de la extrema obligación coactiva, a la que nuestra espontaneidad se rebela, ‘la fuerza de un alma expansiva me identifica con mi semejante’ (…). (Mondolfo, M., 1962, pp. 43 y 44)

Por otro lado, no se puede pasar por alto que también debemos de instaurar un cierto límite a la convicción como instrumento para la toma de decisiones políticas, sobre todo en los actos de gobierno y del Derecho. En la práctica social, muchas veces la convicción debe ponderarse con la responsabilidad. Esto lo entenderemos mejor si nos situamos en la esclarecedora sociología weberiana y a su ya clásica distinción entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.

2 CONVICCIÓN Y RESPONSABILIDAD EN MAX WEBER

Empiezo aclarando que, no pretendo decir que quien actúa por convicción es necesariamente irresponsable o, que quien actúa por responsabilidad carezca de convicción. Una cosa no excluye a la otra, necesariamente. Lo que sí, voy a advertir es la diferencia que existe entre estas dos formas de actuar.

Quien actúa guiado únicamente por la ética de la convicción, actúa según lo que le “ordena” ella y sin mayor miramiento hacia los fines finales que persigue conseguir; actúa por lo que considera acorde a sus convicciones, sin importar lo que ello origine. En cambio, quien actúa guiado por la ética de la responsabilidad sí actúa teniendo en cuenta las consecuencias previsibles que podrían producirse con su actuar:

(…) pueden explicar elocuentemente a un sindicalista que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la convicción, (…) no lograrán hacerle mella. (Weber, M., 2007, p. 165)

Luego, quien actúa por la ética de la convicción, si con su actuar provoca perjuicios, éste no se considerará responsable de dichos perjuicios; por el contrario, responsabilizará de ello al mundo, a la torpeza de los otros o la voluntad de una fuerza supuestamente invencible; la única responsabilidad que estará dispuesto a asumir es la de perder la pasión convencida de su convicción y, sus acciones estarán dirigidas a mantener dicha pasión las que únicamente deben y pueden tener un valor ejemplar dentro del marco de sus convicciones. Sin embargo, quien guía sus actos de acuerdo a la ética de la responsabilidad, atenderá todas las imperfecciones posibles de sus actos, y asumirá que esos perjuicios se deben a su acción. Sobre ello, Max Weber terminará concluyendo que la ética de la convicción no es la más conveniente para conducir el accionar político. Para Weber, es la ética de la responsabilidad la que le correspondería al actuar político. En este sentido comenta Joaquín Abellan (2004) que:

La ética de convicciones (…) no aporta ninguna solución a la cuestión de la justificación de los medios utilizados en la política. (…) la lógica interna de una ética de convicciones es de carácter absoluto y no puede permitirse ninguna excepción (…). (…) la aplicación de la ética de las convicciones a la política significa convertir la lucha política en una lucha de carácter religioso, que ignora la naturaleza fundamentalmente diabólica del poder, es decir, que ignora que ni los mejores ideales ni las mejores intenciones son capaces de eliminar la naturaleza trágica de la política. La utilización de la política para la realización de objetivos absolutos sin dar entrada de manera determinante a las consecuencias de esa realización conduce finalmente a un descrédito de los propios ideales. (Abellan, J., 2004, pp. 197 y 198)

En la ética weberiana se sostiene que no se pueden lograr objetivos correctos sin utilizar medios que a veces son moralmente dudosos o peligrosos y, además, pueden provocar consecuencias moralmente incorrectas:

Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan ‘santificados’ por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos. (Weber, M., 2007, p. 166)

Puedo reconocer que, en cierta forma, la historia nos ha mostrado que quienes se guían únicamente por la ética de la convicción terminan olvidando su conciencia de responsabilidad. Las situaciones del mundo no son tan inflexibles, inconmovibles y estructuradas como para creer que siempre de todo lo bueno va a brotar el bien y de todo lo malo, el mal. La vida humana no tiene esos niveles de racionalidad lógica y, la Política no es la excepción. No obstante, el ser humano que ejerce el poder no tiene que estar siempre supeditándose a prever, calculada y estratégicamente, si va a lograr o no resultados socialmente óptimos y correctos con sus acciones, ni tampoco limitarse a una única forma de decidir, sea sujetándose a la ética de la responsabilidad o no. El mismo Weber parece entenderlo así, pues pese a que opina que la ética de la responsabilidad es la que debe conducir a la política; sin embargo, reconoce que la ética de la convicción tiene un componente de ilusión y de firmeza hacia la entrega del objetivo en el que se cree y el que se quiere alcanzar. Si bien es mejor ejercer las acciones y decisiones políticas con responsabilidad, para Weber, éstas, deben encontrar su límite cuando el político se sienta obligado a detenerse por sus convicciones.

Las convicciones las llevamos en el interior de nuestro ser y son la muestra más clara y pura de nuestra propia vida activa; son la evidencia de que nuestro ser no está muerto interiormente. Por ello, el auténtico político y, en general, cualquier persona que quiera ser auténtica y correcta en su accionar, debe obrar con el sentimiento de estar haciéndolo por ese compromiso ideal en el que cree; por su convicción de que lo que hace, lo hace siguiendo los requerimientos del interior de su ser. La convicción es una fuerza que nos permite desenvolvernos con entereza en la realidad, sin derrumbarnos interiormente, frente a las caídas y avatares que se nos presenten. Así pues, puedo asegurar que la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, en la protección del medio ambiente, resultan perfectamente complementarias para nuestra mejor existencia.

Con respecto a esto –refiriéndose al político–, podemos leer en Weber (2007) que:

Es infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: ‘No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo’. Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico (…). (Weber, M., 2007, p. 177)

Pienso que la ética de la convicción no descarta a la ética de la responsabilidad; más bien, creo que ambas, pese a ser opuestas en la consideración de sus consecuencias, no dejan de ser complementarias y necesarias, sobre todo para el ejercicio del poder político de quienes nos representan y, más aún, en materia de la protección de nuestro medio ambiente. Un poder político responsable tiene que atender y respetar la preservación y sostenibilidad del medio ambiente, los que no pueden estar sujetos a meros condicionamientos económicos o de intereses inmediatos o empresariales. El beneficio económico, la explotación de los recursos y el progreso tecnológico, tienen que estar dispuestos a verse limitados, cuando se conjeturen consecuencias de grave afectación al medio ambiente.

La ética de la convicción por sí sola no es perfecta, al igual que la ética de la responsabilidad. Ambas se necesitan para surtir efectos eficientes sobre las decisiones políticas. Y esto es así, porque en la realidad humana la perfección es inalcanzable; la perfección humana en sí es imperfecta porque nuestra naturaleza también lo es. Con lo cual lo que se busca en la sociedad, dentro de su imperfección natural, es que sea lo más justa posible; es decir, que en su imperfección no se alcancen niveles delicados, de injusticia y de desatención, que provoquen una situación crítica en la que los mismos seres humanos pongan en peligro su propia subsistencia, sobredimensionando y prefiriendo otros intereses desinteresados por el cuidado del hábitat que nos ofrece sustento a todos los que estamos en este planeta y a los demás que vendrán en el futuro.

Entonces, sostengo que la convicción es indispensable para lograr una conciencia ambiental sólida, y es precisamente esa convicción, la que hace que las decisiones políticas se ejerzan también con responsabilidad y con preocupación por las consecuencias que se puedan ocasionar.

3 LA FUERZA TRASCENDENTAL HEGELIANA ANTE LA REALIDAD

Para Hegel la historia es un enorme proceso de liberación del espíritu universal que supone el avance en el logro de la autoconsciencia. La historia, para Hegel (Hegel, G., 1968, p. 279), es exhibición de los momentos de la razón, de su conciencia de sí y de su libertad, es la explicación y la realización del espíritu universal. Según Hegel, existe un objetivo hacia donde se dirige la historia del mundo; este objetivo es la conciencia universal de libertad. Esta conciencia universal de libertad, se basa en el principio de la libertad del ser humano en cuanto ser humano que es y es aquí, donde la conciencia universal de libertad encuentra su más alto grado de superioridad. Este principio, desde mi punto de vista, y a diferencia de Hegel, contiene en sí mismo a toda la humanidad[2].

Para Hegel, recordemos que hay una fuerza universal e inmanente que mueve al mundo dialécticamente y, esta fuerza no es otra que la razón; en la razón es donde el ser humano y sus intereses particularistas guardan un nivel secundario o de menor relevancia que esa fuerza universal, superior y trascendente, que es la que decide las cosas en el mundo y en la realidad. Una suerte de providencia que desciende del cielo a la tierra.

Particularmente, no comparto la idea de Hegel de someter el progreso de la humanidad a una fuerza trascendental que lo decida; por buena o mala que sea esta fuerza. Pienso que esto dejaría al ser humano convertido en algo que no se puede aceptar. El ser humano no es una marioneta ni un robot al que una fuerza trascendental lo decida o programe, determinante e ineludiblemente, en un sentido u en otro; este es un error que nos puede llevar a creer que las decisiones políticas son al final producto de esa fuerza trascendental y no del ser humano, con lo cual, para que preocuparme por el medio ambiente si, en última instancia, la fuerza trascendental lo tiene ya todo decidido y no hay nada que podamos hacer al respecto, más que no sea el de sacar el máximo provecho posible en el presente que le toque vivir a cada uno. Esto sería un error de entendimiento y provocaría la desatención e indiferencia a prevenciones y protecciones de sostenibilidad futura que de forma inmediata me servirían de poco o nada en mi existencia presente. La verdad es que el ser humano educado y formado en la conciencia y en la convicción de sus valores y derechos humanos y ciudadanos, es un ser humano poderoso, capaz de cambiar y de cuidar el mundo en el sentido humano que le corresponde. Es el ser humano quien dirige las decisiones políticas y éstas deben dirigirse a lograr un mundo sostenible, estable, solidario, inclusivo y justo. No existe una fuerza trascendental que determine realidades infranqueables e imposibles de mejorar. No existen fuerzas que hayan condenado al medio ambiente a su declive; somos los seres humanos quienes con nuestra vehemencia por el progreso, por la riqueza y por la explotación de los recursos, estamos deteriorando la naturaleza.

Lo de Hegel –a mi entender– hay que tomarlo como la descripción de una patología social en la que se puede caer y en la que, de hecho, demasiada humanidad ya ha caído, pero de ningún modo es la regla a la que todos estemos determinados; aunque, podríamos decir que, en cierta forma, esa fuerza trascendental y determinante hegeliana, se parecería o se podría equiparar, a los poderes económicos y de mercado imperantes en la actualidad. Pero esto, en todo caso, es el problema; no es lo inevitablemente correcto, trascendental o natural que haya que aceptar sí o sí. Tengo el firme convencimiento de la fuerza y capacidad que los seres humanos podemos alcanzar para cambiar el mundo hacia una eficiencia real de sostenibilidad, armonía y justicia. El antídoto para la patología que desprendo de la dialéctica trascendental hegeliana, es, definitivamente, la educación permanente sobre los valores que sustentan nuestra existencia y bienestar –y el medio ambiente es uno de los principales–, educación de la que no debieran librarse nuestros representantes políticos.

Entonces, hay que rechazar la idea sobre que la mejora de la realidad dependa inevitable y necesariamente de una fuerza trascendental que es la que decida la historia y la realidad de la humanidad; no es lo correcto ni lo humanamente natural, según nuestras propias capacidades. No podemos aceptar que porque las cosas son o siempre han sido así, nuestro destino esté ya decidido. Nuestros representantes políticos deben tener una conciencia ambiental del progreso y de la humanidad como conjunto, y sus decisiones deben tener en cuenta esta responsabilidad que nos es insoslayable a todos, en general, y a quienes nos gobiernan, en particular.

Lo cierto es que Hegel construye así su dialéctica, porque él se encuentra desencantado de la fuerza activa y consciente del ser humano. Hegel ya no confía o no cree que el ser humano tenga la suficiente capacidad para hacer progresar al mundo desde su propia convicción, ni tampoco cree que sea capaz de alcanzar el entendimiento de su propio valor humano desde sí mismo y, es por ello, que Hegel introduce en su filosofía la necesidad de una fuerza trascendental y determinante –aunque resulte abstracta– que permita al ser humano entenderse a sí mismo y entender el fin que cumple al ser parte de una misma totalidad, que es su humanidad. En este sentido, Jacques D’Hondt escribirá:

Hegel se resignaría ante la impotencia del pensamiento humano, condenado a aceptar las cosas e incapaz para corregirlas o reformarlas. Vería en la conciencia nada más que un simple epifenómeno, y esta derrota se manifestaría acompañada de un sentimiento melancólico, de esa tristeza amarga que se apodera del espíritu al fin de una jornada carente de acción, de una vida sin eficacia. (D’Hondt, J., 1971, p. 127)

No puedo estar de acuerdo con Hegel. Hegel dice del progreso que:

(…) el espíritu comienza desde su infinita posibilidad –pero solamente posibilidad– y que logra su finalidad recién en el resultado, o sea en lo que es su realidad intrínseca. Es así como aparece en la existencia el progreso como un avance de lo imperfecto hacia lo perfecto, aun cuando no se debe tomar lo primero en sentido abstracto solamente como lo imperfecto, sino como algo que tiene simultáneamente dentro de sí su anverso, lo perfecto, en forma de germen y tendencia. En cierto modo lo traduce también la fórmula aristoteliana de dynamis y potencia, fuerza y poder. (Hegel, G., 1976, p. 80)

A diferencia de Hegel, sostendré que la historia de la humanidad es un continuo desarrollo que tiene como resultado el progreso y cuyo centro propulsor está constituido por la actividad del ser humano y no por una fuerza trascendental, abstracta y condicionante. Y esa actividad del ser humano resulta más relevante y decisiva en la capacidad y ejercicio de las decisiones políticas que toman los que nos gobiernan. Hegel parece quitar de la centralidad al ser humano, que implica justo lo contrario de colocar al ser humano precisa y activamente en el centro de esa realidad. El individuo que toma decisiones es el que tiene la calidad de protagonista y es el que echa a andar la creación y el progreso sostenible de la realidad que lo rodea.

4 CONCIENCIA Y CONVICCIÓN EN LAS DECISIONES POLÍTICAS

El ser humano es quien crea sus condiciones de vida desde su voluntad, sin determinaciones o fuerzas trascendentales que lo decidan. Luego estas condiciones de vida creadas actuarán sobre su creador –es decir, sobre el mismo ser humano que las creo– y, es este mismo creador, quien debe superar las condiciones de vida creadas por él. El ser humano es el llamado a preservar y a cuidar un medio ambiente saludable y sostenible. Siendo así, la realidad ocasionada por la acción del ser humano, es la condición del desarrollo o progreso de las acciones futuras, que son sus consecuencias. Es una auto-transformación continua de la sociedad. Toda la historia está presente en nuestra humanidad, pues es de ella desde donde emana. La realidad entonces, es aquella a la que el ser humano le da forma; si ésta no es producto de la acción voluntaria del ser humano, no es parte de la realidad o de la historia –porque la realidad es la que propulsa el ser humano-. Se transita recíproca y constantemente de lo social al individuo y, de éste a lo social; se trata de un tránsito opuesto, desde la totalidad colectiva de la sociedad a la particularidad individual o colectiva de los seres humanos. Esto coincide con lo que propone Rodofolo Mondolfo (1961, p. 532), pues según él, en la oposición dialéctica entre individuo y sociedad, nos desarrollamos, progresamos y reconstruimos continua e incesantemente la humanidad, y es que la humanidad vive de la vida y de las relaciones de sus individuos. Y por consiguiente, la humanidad también vive de las decisiones de sus individuos, incluidas las políticas; con sus decisiones, los individuos hacen la realidad y la deciden en su presente y en su futuro.

El ser humano no es un sujeto pasivo –al menos no debería serlo–, al que la realidad le inscriba y le determine contenidos y decisiones. Los seres humanos no podemos ser reducidos a simples sujetos pasivos de la realidad y de lo que sucede en la naturaleza, o a simples sujetos dormitados, inconscientes o distraídos hacia todo lo que pasa a nuestro alrededor y hacia la afectación de nuestro hábitat. Los seres humanos decidimos lo que pasa en nuestro entorno. Recordaré aquí lo que dice Pierre Bourdieu (2001) sobre el mundo y los seres humanos:

El mundo social es historia acumulada, y por eso no puede ser reducido a una concatenación de equilibrios instantáneos y mecánicos en los que los hombres juegan el papel de partículas intercambiables. (Bourdieu, P., 2001, p. 131)

Existe la necesidad de que nos entendamos cada uno con nosotros mismos, interior e individualmente, para luego, entender al resto de la humanidad a la que pertenecemos. Todo esto nos lleva a la necesidad de contar con una necesaria conciencia y convicción activa sobre el valor de nuestra humanidad en las decisiones que tomamos y en las que tomen nuestros representantes políticos.

El valor de la verdad en la vida, el amor propio de cada uno de nosotros y el respeto a nuestro medio ambiente y, con ello, a nuestra propia humanidad, se establece luchando contra los errores y contra los fraudes de verdad que pretenden o dicen ser lo todo valioso y verdadero. De la conciencia que se expresa en la lucha interior contra el mal, nace la conciencia laboriosa que busca el bien para la humanidad:

El impulso místico hacia la unidad del propio espíritu con la totalidad infinita del ser no es (…) negación y disolución de la personalidad y de la propia autoconciencia en el abandono del éxtasis, sino que constituye antes bien la afirmación más plena y completa de la propia intimidad espiritual en su fuerza expansiva. (…) el amor de sí en su misma afirmación se expande ‘en un cierto impulso del corazón hacia goces sentidos como necesidad (…); el ‘vacío inexplicable sentido en sí mismo’ se colma de la ternura del ‘placer delicioso y puro de la humanidad’ y del abandono extático en la infinitud del todo. El amor de sí se convierte en impulso de amor hacia el sistema universal de las cosas, en inspiración moral (…). Recibiendo de la intimidad de la conciencia su contenido y su valor, se eleva a sentimiento de la dignidad de la naturaleza humana y de la armonía o identidad entre los fines de la personalidad y el sistema universal (…). (Mondolfo, R., 1962, pp. 44 y 45)

Seguro estoy, que la verdadera libertad es algo que se conquista, pero esta libertad verdadera únicamente se alcanza con una actitud activa, consciente y vigilante desde nuestro interior, el que debe entender el verdadero valor humano. Esto solo se logra desde la convicción forjada a partir del ejercicio consciente de la capacidad crítica sobre todo lo que hay. La vida en sociedad y sus componentes educativos deben proyectarse a conseguir en sus ciudadanos el sentimiento y la convicción de ser individuos verdaderamente libres, poseedores de un pensamiento propio y de una personalidad crítica y activa. Esto generará una conciencia sólida en cada uno de los integrantes de esa sociedad y, con ello, se gestará una conciencia pública que sabrá exigir, a los poderes públicos, el respeto hacia la protección del medio ambiente, para que este sea saludable y sostenible en el tiempo. Es la única forma de sostener y mantener una sociedad justa, libre de poderes sin escrúpulos que lo dominen todo o lo necesario para favorecerse en sus intereses particularistas y egoístas en detrimento del medio ambiente y de los demás que le son ajenos a sus grupos de privilegio. Esta es la única forma en que la resistencia de la conciencia pública y la fuerza de las decisiones políticas se tornan en eficaces y eficientes. Solo con una conciencia convencida de su valor y fuertemente sentida, se logrará alcanzar el vigor y el espíritu necesario para encontrar el respeto hacia nuestro hábitat y también, por supuesto, para nuestro derecho a la salud, a la vida, a libertad de pensamiento, de expresión, de conciencia autónoma y para nuestra libertad de crítica:

Es necesario, (…) difundir y mantener viva la conciencia del peligro inherente a la mentalidad del hombre masa, que renuncia a la autonomía espiritual; es necesario hacer sentir que la libertad no es una pertenencia que, conquistada una vez, se mantiene en pie por su propia fuerza; sino que es una conquista incesante, que es necesario renovar diariamente, hora a hora, con la tensión vigilante de cada uno y de todos. (Mondolfo, R., 1971, p. XXIX)

Hay que tener en cuenta, en principio, que por nuestro valor humano y universal en la sociedad, podemos y debemos exigir y exigirnos el respeto al medio ambiente, pero esto conlleva la necesidad de tener la conciencia del valor que tiene para nosotros el medio ambiento en el que habitamos; en este sentido, el tener esta conciencia, es un deber humano, universal y democrático, para todos sin excepción, pero sobre todo los que toman las decisiones políticas que dirigen a las sociedades. Y es que en la colectividad cívica de la sociedad, a todo derecho le corresponde un deber. La conciencia de poder exigir un derecho y de poder exigir el deber de respetarlo, no pueden ser eficientes si son ajenos a la conciencia de saber el valor humano que tiene dicho derecho. La conciencia de lo primero no puede estar desconectada de la conciencia de lo segundo. La exigencia al respeto al medio ambiente lo debemos tomar como un derecho, pues con ello se protege nuestra salud e incluso nuestra propia existencia y el de las generaciones futuras.

Luego de lo precisado sobre el valor de la conciencia, voy a fijarme ahora en el Derecho y en las decisiones políticas en relación a una sociedad justa.

El fin del Derecho y de toda decisión política en derechos humanos, es lograr una sociedad justa, democrática y decente y, para ello, se tienen que centrar, necesaria y prioritariamente, en proporcionar el marco y medios necesarios para que los ciudadanos alcancen el pleno desarrollo de su personalidad y dignidad humanas, y esto se hace en el lugar o medio donde habitamos. Si no hay hábitat o medio adecuado y sano para desarrollar mi personalidad y mi dignidad, nada podré hacer o desarrollar con plenitud o sin ella. Tiene que haber la necesaria correspondencia con el deber de ejercitar activamente la conciencia sobre el valor verdadero de nuestro medio ambiente. Debe ejercerse activamente la conciencia y convicción del valor superior del medio ambiente por sobre los intereses económicos y políticos, para alcanzar el bienestar particular y hacer una sociedad más sana, sostenible y justa para todos. De esto depende la realización constante y progresiva del fin mismo de nuestra humanidad, pues el conocimiento y el cumplimiento activo de este deber coinciden con el ejercicio eficiente del Derecho y el de las decisiones políticas.

El desarrollo universal de la personalidad humana no se logra sin el requisito de colocar en actividad a nuestras energías y conocimientos conscientes, y esto nos lleva a afirmar que, en busca de una real eficiencia, debemos también tener claro que la ausencia de respeto y de conciencia hacia nuestro entorno natural, tanto el de nosotros mismos como el de los demás, supone, inevitablemente, un problema para la subsistencia, el bienestar y la salud de nuestra propia humanidad y la de los demás seres humanos. Si no se tiene conciencia del problema mismo como tal, el vigor y el impulso necesarios para el ejercicio activo de nuestras energías conscientes, simplemente, pierden fuerza y protagonismo. En ese momento corremos el riesgo de dejarnos llevar por todo lo que hay, transformándonos en meros sujetos sujetados por el sistema, envueltos en la inercia y la desidia de la masa inconsciente; caemos en el debacle de una vida inauténticamente libre dominada por los intereses a los que no les importa el cuidado del medio ambiente:

La conciencia de los problemas, en efecto, empuja hacía la evaluación de todos los anhelos y las tentativas de solución: fuente de mutuo respeto por la sinceridad común de la aspiración y del esfuerzo. (Mondolfo, R., 1943, p. 21)

Tener conciencia del valor que le corresponde a las exigencias para la sostenibilidad del medio ambiente es crucial al momento de decidir políticamente. Esta adquisición de conciencia es un desarrollo ético de la personalidad de cada quien y es un desarrollo de su compromiso para con sigo mismo, para con los demás y para con su entorno natural; la conquista de las condiciones exteriores de nuestro hábitat está subordinada a la realización de las condiciones éticas y psicológicas de quienes deciden la forma de aprovecharlas; la eficiencia de las condiciones exteriores, son consecuencia de la conciencia real que se tenga sobre la necesidad de un ambiente sano y sostenible. En este sentido Rodolfo Mondolfo (1973) anota:

Donde faltan las condiciones interiores de la conciencia y la voluntad, es inútil que existan las condiciones exteriores de la legislación y la situación material; es inútil que sea reconocido un derecho a quien carezca de la conciencia del mismo y de la voluntad de ejercerlo. El problema de renovación social, que constituye el programa de la democracia, es antes de todo y esencialmente un problema de renovación psicológica. (Mondolfo, R., 1973, pp. 129 y 130)

La libertad verdadera está determinada por ideales y valores que encontramos en la interioridad de nuestra conciencia; sin ellos, no se pueden esperar decisiones políticas respetuosas con los derechos humanos ni con el medio ambiente. De los ideales y valores presentes en la interioridad de la conciencia depende la totalidad integral del desarrollo de los sujetos:

La libertad se obtiene solamente sumergiéndose en lo que es más íntimo a nuestra conciencia: más allá del intelecto, más allá de la razón priva por esto la conciencia, el asentimiento interior. La aspiración a la interioridad (…) es (…) esfuerzo hacia la libertad, no expresa, (…) de ninguna manera una tendencia individualista. (Mondolfo, R., 1962, pp. 41 y 42)

5 LA DECISIONES POLÍTICAS EN MATERIA AMBIENTAL

La materia ambiental es un tema que tiene que ver y que tiene que interesar en las decisiones políticas. Esto a veces resulta complicado de resolver solo con criterios de convicción y conciencia ambiental, sobre todo cuando hay otros intereses en juego ejerciendo presión. Entonces, en este ámbito es especialmente crucial el saber ponderar razonablemente entre la dicotomía de la responsabilidad y la convicción en las decisiones políticas ambientales.

Ahora bien, nos debe quedar claro que las decisiones políticas ambientales deben buscar un desarrollo social sustentable que no se vea perjudicado por decisiones carentes de conciencia ambiental, o dirigidas a conseguir un beneficio inmediato y presente, a costa de sacrificar el futuro sostenible de nuestra humanidad. El conjunto de seres vivos nos interrelacionamos en el medio que habitamos y, por ello, ese hábitat necesita ser conservado y protegido, ya que de él nos servimos para lograr nuestra subsistencia y desarrollo, además de para producir bienes y servicios.

El desarrollo de la industria si bien ha traído grandes progresos a la humanidad, también es cierto que necesita una normativa eficiente de control ambiental que impida la explotación indiscriminada y el deterioro o extinción de determinados recursos naturales. Por otro lado, las conductas industriales carentes de una conciencia y control ambiental, provocan la contaminación del suelo, del agua y del aire. Aclaro que, el pretender controlar el desarrollo industrial e impedir sus consecuencias negativas, no revela que se tenga una postura opuesta al desarrollo económico y social; todo lo contrario. Omitir o desacreditar la existencia de políticas ambientales de control, de protección, de educación y de concienciación, pone en peligro, precisamente, el desarrollo sostenible de nuestro hábitat y, con ello, el de nuestro desarrollo económico y social. El medio ambiente es nuestro principal patrimonio de sustento; sin él nuestra existencia, subsistencia y progreso serían totalmente inviables.

Los Estados, las empresas y la sociedad civil son los protagonistas de toda política ambiental. No voy a negar que toda política ambiental afecte el funcionamiento económico y operativo de las empresas, por ello, para los grupos empresariales, estas políticas suelen resultarles molestas ya que los obligan a realizar mayores gastos o acometimientos que no pretendían hacer; así, es que existen empresas que contaminan mientras puedan y mientras no sean fiscalizadas por normas de control ambiental. Ergo, la existencia de una conciencia ambiental y de una buena normativa, son trascendentales en las políticas que se adoptan dado que las decisiones políticas no deben terminar cediendo a las presiones empresariales para convertirse, ellas mismas, en el directo problema del medio ambiente:

Hoy en día es un lugar común afirmar que la cuestión ecológica es un problema político. Menos evidente sin embargo es el hecho de que la cuestión política sea, en gran medida, un problema ecológico. (…) Existen innumerables problemas concretos en el tratamiento político de la crisis ambiental. ¿Cómo definir, por ejemplo, el objetivo público de calidad y sobrevivencia ecológica conciliándolo con otros objetivos igualmente públicos e importantes –como la promoción de la justicia y del desarrollo-?; ¿con qué mecanismos, y con qué recursos, implementar una política basada en estos objetivos?; ¿cómo obtener la adhesión de los varios sectores de la sociedad a una política de tal complejidad?; ¿cómo enfrentar, poseyendo legitimidad pública, los intereses particulares que se oponen?; ¿cuál es la medida justa de estímulo y de represión en estos casos? Estas y muchas otras cuestiones surgen de la problemática de la política ambiental. (Padua, J., 1992, pp. 156 y 162)

De otro lado, hay que tener en cuenta que en lo que podríamos llamar el Derecho Internacional del Medio ambiente y en la Declaración de Río sobre Medio ambiente y Desarrollo realizada en Río de Janeiro en junio 1992, se establecieron una serie de principios que pretenden ser el marco conceptual que proporcione los lineamientos básicos para la regulación en materia de medio ambiental. Son de especial atención –a mi juicio– el principio de “desarrollo sostenible o sustentabilidad ambiental” y el principio de “quien contamina paga”. Por un lado, el principio de “desarrollo sostenible” (Principio 3 de la Declaración de Río) sostiene que la administración de los recursos naturales debe ser eficiente y racional, de tal forma que la mejora del bienestar de la población actual no afecte la calidad de vida de las generaciones futuras. Debe existir una cultura de control, pues si bien la naturaleza no puede quedar indiferente a las necesidades del ser humano, sí hay que controlar el uso que hacemos de ella para que ella misma sea sostenible y útil para las necesidades presentes y futuras. Este principio tiene su origen en la llamada Comisión Brundtland[3]. Por otro lado, el principio “quien contamina paga” (Principio 16 de la Declaración de Río), no se refiere ya al hecho de preservar los recursos para las generaciones presentes y futuras. Se trata de que quien contamina debe cargar con los gastos de la aplicación de las medidas adoptadas, para asegurar que el medio ambiente se halle en estado aceptable. Es mejor no contaminar, pero mediante este principio se busca detener la contaminación, al determinar la obligación de reparar el daño causado al medio ambiente. Este principio surge de los años 60, en los países de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), ante la necesidad de regular los límites máximos a las emisiones de las actividades económicas.

Además, también resultan importantes, en la Declaración de Río de 1992, el reconocimiento del derecho de los seres humanos a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza (Principio 1), así como la responsabilidad de los Estados de velar por la conservación del medio ambiente, evitando que las actividades que se realizan bajo su jurisdicción o control causen daño al medio ambiente de otros Estados o en áreas fuera de cualquier jurisdicción nacional (Principio 2); la necesidad de modificar los patrones de consumo y producción que resultan ambientalmente insostenibles (Principio 8); la necesidad de formulación de instrumentos legales tanto a nivel nacional como internacional que regulen de manera adecuada la protección del medio ambiente (Principios 11 y 13); además, la Declaración de Río, establece como medidas de cautela para la protección ambiental, la aplicación del principio de precaución (Principio 15) y la evaluación de impactos ambientales (Principio 17), en caso de advertirse el peligro de daños importantes al medio ambiente.

También es relevante, en cuanto a las decisiones políticas, referir el llamado Programa 21 que es un acuerdo de Naciones Unidas para promover el desarrollo sostenible, y que se firmó junto con la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y Desarrollo. En el capítulo 8, del citado Programa, se establece la integración del medio ambiente y el desarrollo, a nivel de políticas, planificación y gestión, además de la necesidad de contar con un marco jurídico y reglamentario eficaz:

Tal vez sea necesario efectuar un ajuste, o una reformulación fundamental del proceso de adopción de decisiones, a la luz de las condiciones concretas de cada país, para que el medio ambiente y el desarrollo se sitúen en el centro del proceso de adopción de decisiones económicas y políticas, de manera que se logre de hecho la plena integración de esos factores. (Programa 21, capítulo 8, apartado 8.2)

Como vemos desde hace ya un tiempo existía la preocupación política –al menos teórica– por el medio ambiente y se acordaban marcos y lineamientos para lograr una adecuada regulación sobre el medio ambiente. Eso sí, notemos que se trata de principios declarativos sin fuerza vinculante para los Estados, aunque la Declaración de Río buscaba reafirmar y desarrollar la Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, de Estocolmo de 1972. Con lo cual está claro que no es suficiente con simples declaraciones, pues los Estados, las empresas y los ciudadanos, parecen aún no haber tomado conciencia ni responsabilidad sobre el problema ambiental que seguimos afrontando y que en vez de mitigarse parece, mas bien, haberse acentuado. No puedo dejar de referirme a la no muy lejana Cumbre sobre el Cambio Climático, llevada a cabo en Paris el año 2015, con la intervención de 195 países. El acuerdo de París fija, entre otros objetivos, caminarse hacia una economía baja en emisiones de gases de efecto invernadero, cuya sobreacumulación en la atmósfera por las actividades humanas ha provocado el cambio climático. Ya se buscó establecer metas obligatorias individuales a cada país pero esto tuvo un fracaso estrepitoso en el Protocolo de Kioto pues únicamente dicho Protocolo logró cubrir el 11% de las emisiones mundiales. Con la Cumbre de Paris se establece una meta obligatoria: que el aumento de la temperatura media en la Tierra se quede a final de siglo muy por debajo de los 2 grados respecto a los niveles preindustriales e incluso dejarlo en 1,5. Lo más resaltante de la Cumbre de París sobre el Cambio Climático, es que los 195 países reunidos en París admitieron que el problema del cambio climático existía y existe, y además que reconocen que el aumento de la temperatura es responsabilidad del ser humano y, entonces, yo espero que desde esa responsabilidad reconocida deba y tenga que surgir la conciencia ambiental de todos los agentes protagónicos en este problema (Estados, empresas y ciudadanos). Ya veremos qué pasa porque el acuerdo de París entrará en vigor en el año 2020, y está claro que un acuerdo por sí solo no es suficiente, por muchas responsabilidades formales y teóricas que se hayan asumido en él. Se necesita tener la conciencia de la importancia del problema y sus consecuencias, para entender y asumir bien la necesidad de gestionar políticas eficientes que resuelvan el asunto con eficiencia.

El problema que afronta el medio ambiente exige de mucha sensibilidad para advertir la envergadura de su importancia. Los gobiernos, las empresas y la población requieren de un alto nivel de conciencia sobre los principales fenómenos que afectan al medio ambiente y de aquellas acciones agresivas que determinan una relación de causa-efecto sobre el desarrollo sostenible de nuestro hábitat. La educación, la información y la sensibilización son ámbitos muy importantes a tener en cuenta, ya que la conservación del medio ambiente es una cuestión de sobrevivencia de la propia especie humana y de la vida según la conocemos en nuestro planeta. De hecho la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas ya advierte que los seres humanos dependemos del medio ambiente en el que vivimos. Muchos derechos humanos, para su pleno disfrute, requieren de un medio ambiente sin riesgos, limpio, saludable y sostenible, entre ellos los derechos a la vida, la salud, la alimentación, el agua y el saneamiento. Naciones Unidas reconoce que un medio ambiente saludable es necesario para poder hacer realidad nuestras aspiraciones y para tener un nivel de vida acorde con unas condiciones mínimas de dignidad humana:

(…) la supervivencia y el desarrollo de la humanidad y el disfrute de los derechos humanos dependen de un medio ambiente saludable y seguro. En consecuencia, la necesidad de proteger y promover un medio ambiente saludable es indispensable no solo para los derechos humanos, sino también para proteger el patrimonio común de la humanidad. Al establecer la relación entre los derechos humanos y el medio ambiente, los instrumentos de derechos humanos y ambientales contribuyen de manera significativa a garantizar el disfrute de los derechos humanos y un medio ambiente saludable. (…) El examen de los derechos humanos y los instrumentos ambientales lleva a la conclusión de que los derechos humanos y el medio ambiente se relacionan entre sí de forma explícita e implícita. (Estudio analítico de la relación entre derechos humanos y medio ambiente, apartados 24 y 28)

Y lo anterior se complementa bien con lo afirmado por Crespo Callaú (1999) cuando afirma que el interés por el medio ambiente y la sobrevivencia de la especia humana y de la vida como la conocemos:

(…) no pasa por la ecología, simplemente, ni por el ámbito académico meramente, sino imperativamente debe llegar a la política, al actual espacio desencantado de la política e introducirse por la discusión ética (…). (Callaú, C., 1999, p. 187)

Está claro pues, que las decisiones políticas al fin y al cabo son decisiones de nosotros mismos, los seres humanos; no tienen existencia propia ni son decisiones surgidas de un agente o ente abstracto o desconocido. No, se trata de decisiones ejercidas concretamente por los propios seres humanos, por eso es indispensable generar y tener convicción y conciencia ambiental sobre la indispensable necesidad de protección del medio ambiente en pro de preservar nuestra misma subsistencia. Somos los seres humanos los que tomamos las decisiones que nos permiten modificar nuestros modelos y niveles de vida. Según ello –y el ámbito medio ambiental no es la excepción– producimos impactos que afectan el entorno y los ecosistemas del planeta. Son los llamados “impactos ambientales”, los que pueden ser negativos o no. Es cierto también, que las grandes decisiones se toman en el ámbito político –ya sea a través de las decisiones de los gobiernos de turno o por medio de otros mecanismos democráticos–, y esto hace que la política juegue un papel fundamental en la sostenibilidad del medio ambiente, pues según lo que se decida políticamente, se determinará su sustentabilidad o menoscabo.

Ahora bien, por un lado, se puede entender al medio ambiente, saludable y sostenible, como un derecho fundamental propiamente dicho y, por otro lado, se le puede ver como una institución importante y protegible –más no como un derecho fundamental en sí mismo– pero sí por su relación con otros derechos reconocidos ya como fundamentales, los que terminarían afectados si no nos preocupamos por el medio ambiente. Hay incluso autores que relacionan la protección del medio ambiente con la solidaridad. Así, se dice que los derechos relativos al medio ambiente:

Expresan una solidaridad no sólo entre los contemporáneos sino también en relación con las generaciones futuras, para evitar legarles un mundo deteriorado a causa, tanto de la explosión demográfica como de la explotación inmoderada de los recursos naturales, que produce la destrucción de los elementos que mantienen el equilibrio de la naturaleza. Sobre todo, las sociedades industriales avanzadas han venido produciendo daños a los recursos (…). (Peces-Barba, G., 1999, p. 184)

Los que defienden al medio ambiente como susceptible de convertirse en un derecho fundamental, lo insertan en la llamada tercera generación de los derechos humanos. Para ellos, la relación entre el ser humano y el medio ambiente, es una relación que condiciona la mutua existencia de ambos –los dos se necesitan para subsistir– y por el que –de no protegerse mutuamente– cualquiera puede llegar a ser destruido. Y este es un peligro que se acentúa cuando los avances tecnológicos dominan y explotan la naturaleza sin ponerse límites de sostenibilidad y, en cambio, buscan encumbrar sus empresas a costa del deterioro y total agotamiento de los recursos naturales. Una explotación acelerada y sin límites, con falta de responsabilidad y conciencia ambiental, provoca contaminación y degradación del medio ambiente, repercutiendo en el hábitat de los seres humanos. Pérez Luño (2006) manifiesta el temor de que la humanidad pueda estar aproximándose al “suicidio colectivo”, pues ha caído en un voraz progreso técnico irresponsable que ha desencadenado las fuerzas de la naturaleza, en un momento en que el ser humano, hoy por hoy, no cuenta con las condiciones ni las capacidades para controlarla y recuperarla. Por todo esto es que, para este autor, el medio ambiente reúne las papeletas para ser declarado un derecho fundamental en sí mismo:

La inmediata incidencia del ambiente en la existencia humana, la contribución decisiva a su desarrollo y a su misma posibilidad, es lo que justifica su inclusión en el estatuto de los derechos fundamentales. (Pérez Luño, A., 2006, p. 30)

Hablar del medio ambiente saludable y sostenible, como un derecho independiente y protegido como derecho fundamental por sí mismo y sin necesidad de relacionarlo a otros derechos reconocidos como tales, ya parece no sonar tan disparatado, aunque, si somos francos, debemos reconocer que los diferentes enfoques del neoliberalismo y la preponderancia de las economías de mercado sobre el pensamiento ambiental de las sociedades actuales, hacen muy difícil que esto resulte fácilmente aceptable y más aún por los gobiernos y partidos políticos –que llegan al poder gracias a la ayuda de empresas que costean sus campañas electorales-. Considerar como principio, en un programa de gobierno, la preponderancia de los ecosistemas y de los procesos naturales por sobre los fundamentos económicos del Estado, hoy todavía a muchos les suena bastante descabellado; empero, son las consecuencias de nuestro abuso contra el medio ambiente –y que ya todos advertimos– las que nos incorporan –sino la preocupación y la conciencia de la existencia del problema– al menos la duda de que todo no es como algunos políticos niegan con total seguridad y ligereza; como por ejemplo, cuando niegan que el cambio climático exista, o cuando dicen que, de existir, niegan que produzca efectos perniciosos en el planeta. Un ejemplo de ello lo encontramos en el Presidente de España, Mariano Rajoy, quien, con una supuesta y total seguridad, pasó de negar la existencia del cambio climático a anunciar una ley que se preocuparía por ese problema que él mismo aseguró que no existía:

El presidente del Gobierno anuncia una ley de cambio climático ocho años después de negar que fuera ‘un gran problema mundial’. (El Mundo)

A golpe de males, pero al menos la preocupación parece trascender ya del marco formal y teórico de las grandes y pomposas Cumbres Internacionales, para, por fin, concretarse en acciones y decisiones políticas realmente eficientes y prácticas.

6 IDEAS FINALES

Luego de lo expuesto, por un lado, sostendré que las decisiones políticas en materia ambiental deben tomarse principalmente con responsabilidad de Estado y cuidando los beneficios económicos nacionales, pero este cuidado debe tener como límite la convicción sobre la necesidad imperiosa de proteger nuestro medio ambiente en favor de nuestra subsistencia. Esto, por supuesto, implica también la necesidad de contar con un actuar serio y, sobre todo, responsable. Ser responsable con el medio ambiente no va solamente de exigir a los políticos decisiones convencidas y responsables. Es también nuestro deber el preocuparnos por nuestros actos propios que tengan una conciencia ecológica de reciclaje o de ahorro energético, por ejemplos. Pretender que se enfrente el problema ambiental solo con las decisiones políticas desatendiendo nuestra conciencia y responsabilidad particular sobre el medio ambiente, es algo que resulta inaceptable y completamente irresponsable. Es aquí donde opera la ética de la convicción para saber cuándo estamos siendo realmente responsables o no con nuestros actos. Las convicciones se forjan con una buena educación en valores y derechos ciudadanos, de ahí que ésta sea de especial relevancia en el desarrollo de nuestras sociedades. Un mundo mal educado en sus valores y en su conciencia ambiental, se convierte en un mundo, insano, injusto, insolidario y desigual y, con ello, en un mundo, a la larga, insostenible. Las convicciones de las decisiones políticas deben tener en cuenta ello y estar forjadas, además, bajo la exigente consciencia de que todos pertenecemos a una misma unidad común representada en nuestro hábitat, en la humanidad y en la dignidad de todos los seres humanos, sin excepción. Y esto va también para todos los particulares que habitamos este planeta.

Por otro lado, insistiré en que no existe una fuerza trascendental abstracta que guíe o determine a las decisiones políticas en uno u otro sentido, o que nos otorgue o no una actitud ambiental a los particulares, o que guíe y determine la realidad en la que vivimos, como se podría interpretar de la filosofía de Hegel que hemos revisado antes aquí. Si hemos de aceptar la existencia de una fuerza trascendental determinante de la realidad y de nuestras decisiones, aceptaré entonces la idea de una fuerza trascendental determinante pero concreta. La concreción de esta fuerza se encarna en el ser humano; somos los seres humanos lo concreto de esa fuerza que decide el destino de nuestras sociedades; somos los seres humanos los que ejercemos los cargos de representación política y, con ello, somos los que determinamos las decisiones políticas sobre nuestro medio ambiente. No hay sociedades, comunidades o pueblos sentenciados a sufrir o a no subsistir por una determinante fuerza abstracta e invencible. Somos los seres humanos los llamados a ejercer nuestra fuerza concreta para interesarnos por la ecología y por la sostenibilidad de nuestro entorno natural.

Por último, terminaré recalcando que en las decisiones políticas –y más en las referidas a la toma de decisiones sobre temas que se relacionen directa o indirectamente con el medio ambiente– se necesita contar con una conciencia y convicción sobre los valores superiores de nuestra humanidad. Esta conciencia y convicción nos exigirá ser responsables con nuestras decisiones y no nos permitirá decidir o ejercer un cargo, desatendiendo irresponsablemente nuestra conciencia y convicción sobre el valor indispensable del medio ambiente y de los recursos naturales. Puede ser cierto que sea más fácil y barato gobernar y decidir políticamente sin tener que atender a la sostenibilidad del medio ambiente; no obstante, una mayor dificultad no puede eximir a nadie de asumir su responsabilidad de preservar la sostenibilidad y subsistencia de nuestro medio y de nuestra especie. El problema ambiental tiene que ser tratado como un problema propio, ya que en la realidad de nuestra humanidad el medio ambiente no le es ajeno a nadie. Hay que poner en práctica eso que he dado en llamar la teoría de la empatía del reconocimiento. Con esta teoría planteo, que todos debemos saber reconocernos en todos, en todos los demás o, si se quiere, en los “otros”, pues esos “otros” también somos nosotros. En materia ambiental, esos “otros” están personificados en las generaciones del futuro que aún no nacen pero que querrán nacer y crecer en un ambiente sano, saludable y sostenible. En la idea de unidad humana, todos somos parte de lo mismo y nos une un mismo interés de sostenibilidad, bienestar, dignidad y desarrollo. Si de esto se ve privado cualquiera, más tarde o más temprano, en mayor o menor medida, nos terminará afectando gravemente precisamente por esa idea de conjunto y unidad, que es la que nos une ineludiblemente a todos por nuestra sola y propia condición de seres humanos compartidores de un mismo planeta. En las decisiones políticas hay que reconocernos responsablemente en los requerimientos humanos de todos los pueblos y generaciones, sin indiferencias o justificaciones sesgadas que intenten justificar lo injustificable y que solo busquen excusar la desatención o la insuficiente atención a la eficiencia práctica de la protección sostenible de nuestro planeta.

7 REFERENCIAS

Libros

Abellán, Joaquín, Poder y política en Max Weber (Madrid: Biblioteca Nueva, 2004).

Bourdieu, Pierre, Poder, derecho y clases sociales (Bilbao: Desclée, 2001).

Crespo Callaú, J. Renato, “Ética, política y ecología”, en La economía ecológica: Una nueva mirada a la ecología humana (Cochabamba: Centro de estudios superiores universitarios, 1999).

D’Hondt, Jacques, Hegel, filosofo de la historia viviente (Buenos Aires: Amorrortu, 1971).

Hegel, Georg, Filosofía de la historia (Buenos Aires: Claridad, 1976).

Hegel, Georg, Filosofía del derecho (Buenos Aires: Claridad, 1968).

Mondolfo, Rodolfo, “Conclusiones sobre el marxismo”, en Marx y Engels. Manifiesto comunista (Santiago de Chile: Universitaria, 1971).

Mondolfo, Rodolfo, Entre la historia y la política (Puebla: Cajica, 1973).

Mondolfo, Rodolfo, Rousseau y la conciencia moderna (Buenos Aires: Eudeba, 1962).

Peces-Barba Martínez, Gregorio., Curso de derechos fundamentales. Teoría general (Madrid: Boletín Oficial Del Estado, 1999).

Pérez Luño, Antonio-Enrique, La tercera generación de derechos humanos (Navarra: Aranzadi, 2006).

Weber, Max, El político y el científico (Madrid: Alianza, 2007).

Revistas

Mondolfo, Rodolfo (1961). “Significación del humanismo en el mundo contemporáneo”, Revista de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, quinta época, año 6, nº 3.

Mondolfo, Rodolfo (Enero-Febrero 1943). “Roberto Ardigó y el Positivismo Italiano”. Revista Sustancia, Tucumán, nº 13.

Padua, José (Noviembre-Diciembre 1992). “Espacio público, intereses privados y política ambiental”. Revista Nueva Sociedad, Caracas, nº 122.

Normativas

Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano de Estocolmo, del 16 de junio de 1972.

Declaración de Río sobre Medio ambiente y Desarrollo realizada en Río de Janeiro en junio 1992.

Estudio analítico de la relación entre los derechos humanos y el medio ambiente. Informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. A/HRC/19/34, de 16 de diciembre de 2011.

Informe Brundtland. Informe de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, A/42/427, del 04 de agosto de 1987.

Programa 21 de la ONU, de junio de 1992.

Protocolo de Kioto, del 11 de diciembre de 1997.

Web

El Mundo. Ver El ‘cambio’ climático de Rajoy: del negacionismo de su primo al ‘mayor reto medioambiental’, 30 de noviembre de 2015 <http://www.elmundo.es/ciencia/2015/11/30/565c8b2d46163f3c428b464d.html> (Última consulta: 27 de marzo de 2017).

Notas de Rodapé

[1] Licenciado en Derecho: Universidad de San Martín de Porres; Máster en Derechos Fundamentales, Especialista en Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos, Máster en Estudios Avanzados en Derechos Humanos, Doctor Sobresaliente Cum Laude en Estudios Avanzados en Derechos Humanos: Universidad Carlos III de Madrid. Investigador Académico en el Instituto de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Email: jesuco_amag@yahoo.es

[2] Hegel descarta a los pueblos de poder alcanzar el grado superior de la conciencia de libertad y declara que este privilegio le corresponde exclusivamente a la nación alemana.

[3] El Informe Brundtland es un informe que contrasta el desarrollo económico actual junto con el de sostenibilidad ambiental. Fue hecho por la ex-primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland. En dicho informe se reconoce que el avance social se está haciendo a un costo medioambiental alto. El informe fue elaborado por distintas naciones en 1987 para la ONU, por una comisión encabezada por la doctora Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra de Noruega. En este informe, se afirma que el desarrollo sostenible o desarrollo sustentable, implica satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones.