La Eficiencia de los Derechos Humanos una Propuesta Humanista Desde la Filosofía del Derecho

DOI: 10.19135/revista.consinter.00010.04
Recibido/Received 29.04.2019 – Aprobado/Approved 10.06.2019

Jesús Víctor Alfredo Contreras Ugarte[1] – https://orcid.org/0000-0002-9148-659X
E-mail: jesuco_amag@yahoo.es

Resumen: Se redactan acuerdos, normas jurídicas, leyes, declaraciones; se reúnen en grandes cumbres, firman y ratifican tratados y convenios internacionales; sin embargo, pasan los años y la eficiencia sustancial y práctica de los derechos humanos, en la sociedad, parece quedarse estancada en la mera idea o formalidad normativa. El Derecho parece caer en la vanidad de creer que la eficiencia de los derechos se logra solo desde su capacidad normativa y coercitiva, es decir, desde la imposición de normas que obligan a cumplir legalmente a las instituciones, a los países y, en última instancia, a sus ciudadanos. En este trabajo académico, no me limito a lo descriptivo, sino que prescribo una propuesta que he llamado la teoría de la empatía del reconocimiento. Sin desvirtuar el rol coercitivo del Derecho, reflexiono ante su falta de eficiencia para el avance estructural del respeto a los derechos humanos y planteo que las políticas y las normas jurídicas que solo se preocupan por obligar legalmente sean superadas por otras que atiendan a la necesidad de alcanzar convicción social sobre el verdadero valor que nos vincula a todos con la humanidad y con los derechos humanos de todos los demás.

Palabras clave: Eficiencia, derechos humanos, filosofía del derecho, humanismo, empatía

Abstract: Agreements, legal rules, laws, declarations are drafted; they meet at large summits, sign and ratify international treaties and conventions; however, the years go by and the substantial and practical efficiency of human rights, in society, seems to remain stuck in the mere idea or normative formality. Law seems to fall into the vanity of believing that the efficiency of rights is achieved only from its normative and coercive capacity, that is, from the imposition of norms that legally bind institutions, countries and, ultimately, their citizens. In this academic work, I do not limit myself to describe but I design a proposal that I have called the theory of recognition empathy. Without distorting the coercive role of Law, I reflect on its lack of efficiency for the structural advance of respect in human rights and I argue that the policies and legal norms that only concern to legally bind be overcome by others that attend to the the need to achieve social conviction about the true value that binds us all with humanity and human rights of all others.

Keywords: Efficiency, human rights, philosophy of law, humanism, empathy

Sumario: 1. Ideas primeras y generales; 2. Reconociendo el sentido del poder humano; 3. Poder, responsabilidad y libertad; 4. El poder frente a la pérdida de conciencia de los valores humanos; 5. Obligación, convicción y responsabilidad; 6. Teoría de la empatía del reconocimiento; 7. Conclusiones; Bibliografía.

Summary: 1. First and general ideas; 2. Recognizing the meaning of human power; 3. Power, responsibility and freedom; 4. Power in the face of the loss of awareness of human values; 5. Obligation, conviction and responsibility; 6. Theory of recognition empathy; 7. Conclusions; Bibliography.

1 IDEAS PRIMERAS Y GENERALES

Deteniéndome a pensar en la situación actual de nuestras sociedades no se me pasa desapercibida la crisis económica que vienen atravesando muchos países, incluidos los llamados “países desarrollados”. Esto es lo que preocupa, atentamente, a la mayoría de ciudadanos y a sus gobernantes. No obstante, sostengo que hoy afrontamos un problema aún más acuciante y peligroso referido a la capacidad práctica de los derechos humanos, es decir, a su eficiencia. Afrontamos una grave crisis de desvinculación humana para con los otros, lo que nos está afectando a nosotros mismos y, con ello, incluso, al hábitat que nos alberga. En este trabajo acuso, como causantes de esta grave crisis, al deterioro de la conciencia sobre los valores y derechos de la humanidad, al deterioro de nuestra capacidad de crítica, a la desidia frente a los poderes que someten, dominan y manipulan nuestro libre destino y nuestra auténtica voluntad y, en corolario, acuso también, como crisis y como consecuencia de lo anterior, al desinterés e indiferencia imperante de nuestros gobernantes para asumir con responsabilidad activa el desarrollo de políticas legislativas y gubernamentales que alcancen una verdadera eficiencia en la protección de los derechos humanos. Una norma jurídica puede estar redactada de manera encomiable y correcta; sin embargo, si las normas legales y las políticas de gobierno no alcanzan eficiencia práctica sobre la realidad social en la que legislan, entonces, esas normas serán estériles, sin importar que estas sean buenas en términos de intención y redacción. Pero no solo los gobernantes y legisladores son los responsables de la realidad social; todos, de una u otra manera, somos productores de las estructuras que cimentan la sociedad. En este escenario, desde la filosofía del derecho y del humanismo, hay que cavilar sobre la misión que hay que asumir para afrontar una solución eficiente: “(…) la misión de la Filosofía del Derecho se puede formular así: (…) ¿Cómo puede la idea del Derecho triunfar en la práctica (…)?”[2] En este sentido, puedo sostener que la función práctica de la filosofía del derecho es servir al reconocimiento positivo del ideal jurídico, es decir, al reconocimiento de lo que buscan las normas jurídicas conseguir, además de servir para advertir si ellas lo consiguen o no. La filosofía del derecho se puede decir que: “(…) facilita la consagración histórica de las exigencias ideales.”[3] Siendo así, la filosofía del derecho resulta sumamente útil para el análisis de la eficiencia de las normas jurídicas de los derechos humanos, y esto es así porque ella no se queda meramente en la perspectiva formal, sistemática o sociológica. A saber, no solo se limita exclusivamente a la realidad empírica y científica; no obstante, esto no significa que a la filosofía del derecho no le importe el análisis del derecho como realidad viva y concreta, ni que no tenga interés por los resultados de las ciencias jurídicas. En este sentido, para autores como López Calera, la filosofía del derecho replantea la existencia del derecho, de manera crítica y utópica, desde postulados, principios y exigencias racionales y razonables a las que toma como proposiciones de deber ser y cuya legitimación final radica en la aceptación por la misma sociedad, que es de la que el derecho obtiene su real explicación y sentido de ser; así pues, la filosofía del derecho es un instrumento idóneo para la verificación de la realidad empírica de los derechos humanos ya que cumple también una función de crítica, pues revisa y comprueba “(…) el derecho existente en base a principios o exigencias individuales y sociales que no tienen existencia o existencia plena en un orden jurídico concreto.”[4]

Ahora bien, verificar la realidad empírica los derechos humanos es de trascendental relevancia si atendemos a que la falta de eficiencia práctica de los derechos humanos afecta, capitalmente, al libre desarrollo de los seres humanos; es decir, nos afecta en aquello que se identifica con la plenitud de la existencia humana. Y es que, la plenitud de la existencia, únicamente se alcanza cuando uno es dueño de su propio destino y cuando, por ejemplo, se puede tener libertad en la elección de la propia profesión u oficio; la plenitud de la existencia se logra cuando se tiene verdadera autonomía de acción y de orientación de la vida y actividad; mejor dicho, cuando el ser humano tiene una autonomía que se refleje en la realidad que no dependa de una clase dominante todopoderosa ni de un Estado mandamás y absoluto que someta a la colectividad y a las personas; la plenitud de la existencia es real cuando no hay poderes superiores que imponen sus exigencias y caprichos particularistas de dominio sometiendo a las personas. La plenitud de la existencia y de la conciencia humana solo se alcanzan en sociedades dirigidas por la voluntad auténtica de sus seres humanos y según sus propósitos de bienestar, es decir, solo se alcanza, en la conciencia de que la humanidad de cada uno es parte de un mismo todo representado en la humanidad de todo el conjunto humano; antes de todo ello, la plenitud de la existencia humana – como lo sostiene el filósofo humanista italiano Rodolfo Mondolfo – resulta imposible de alcanzar[5].

Esta idea de la voluntad auténtica me permite sostener que los países, las nacionalidades, los territorios, los sistemas educativos, económicos y políticos, los poderes en general, las industrias, los adelantos tecnológicos, etcétera, todos ellos, no existen ni producen actividad por generación propia, abstracta o espontánea, ni sin la intervención activa de un causante en particular y concreto. Por ello, resulta claro y afirmo que el productor y causante de todas estas creaciones y poderes es, concreta y precisamente, el ser humano, quien a través de sus decisiones y capacidades determina, hacia uno u otro sentido, a todas estas creaciones y poderes. Ante ello, es indispensable para el logro de la existencia plena que, todo el listado anterior, se sostenga y estructure, necesariamente, en la conciencia y convicción de que los valores y derechos humanos son superiores y anteriores en importancia y que, por ellos, estamos todos indefectiblemente vinculados. Esta es una realidad objetiva e imperante de entender y de atender; no es una entelequia subjetiva, bondadosa, poética o caprichosa. Es responsabilidad de todo ser humano el tomar conciencia del valor humano y del vínculo que tiene con todos los demás como integrantes de una misma humanidad. Siendo las decisiones humanas las que mueven las sociedades en uno u otro sentido y, con ello, también las decisiones jurídicas en un país, si cada persona y cada gobernante contase con la conciencia y convicción de que el otro también soy yo, en tanto misma humanidad vinculada, entonces, el esfuerzo y atención para alcanzar la eficiencia real de los derechos humanos sería mucho mayor y, las políticas, así como la legislación, no se quedarían solo respondiendo al sensacionalismo mediático, con medidas legislativas y agravadas que se limitan a imponer un mayor castigo para quien conculca los derechos humanos, pero luego de que el daño ya se ha ocasionado. De hecho, todos somos testigos, que muchas afectaciones a los derechos humanos encuentran una respuesta legislativa insuficiente y aún más ineficiente y hasta, incluso, deficiente, para acabar sustancialmente con el abuso, la afectación y la discriminación que sufren todavía demasiadas personas en el mundo. Lo advertimos, por ejemplo, en temas como el de la inmigración irregular que se produce en Europa por personas que huyen de la guerra, del hambre y de la pobreza, o en el caso de la respuesta que se da – ante la presión mediática y popular – a determinados casos de violencia, agravando castigos y tratos para unos y otorgando privilegios y preferencias procesales para otras, lo que solo ha provocado el surgimiento de nuevas discriminaciones, pero que en el fondo de poco o nada han servido para advertir y dar solución de raíz al problema realmente existente.

Pareciera que el esfuerzo de nuestros gobernantes y legisladores no se centra en el respeto eficiente a los derechos humanos, sino más bien se centra en hacernos creer que hacen algo por ello y que ellos están desligados de cualquier interés particularista. Los gobernantes y legisladores parecen más preocupados para que la realidad práctica que afrontamos no la sintamos desconsoladora y nos dé la sensación de ser satisfactoria. Por eso, nos impulsan a creer que las medidas que ellos toman son las únicas correctas y mejores, en la idea de que nada más se puede hacer y de que así son las cosas porque siempre han sido así y, por ello, de que nada cambia ni cambiará sustancialmente. Aparentemente, se trata de convertirnos en ciudadanos insensatos, con una actitud indiferente y con un pensamiento desidioso hacia la reflexión sobre la eficiencia práctica de nuestros derechos humanos. Entonces, los gobernantes solo se preocupan por mitigar los ánimos de la presión popular, mediática y coyuntural, dejando sin atención, gubernamental y política, a la causa real y de fondo de los problemas que es lo que afecta verdaderamente a las estructuras de nuestra sociedad y, con ello, se despreocupa por el verdadero y eficiente desenvolvimiento y desarrollo de los derechos humanos.

Los seres humanos no debieran ser seres gregarios que, juntos con otros, sigan ciegamente ideas o iniciativas ajenas, porque así se hace fácil el manipularlos. Nuestras ideas e iniciativas deben estar guiadas por el libérrimo ejercicio de nuestra voluntad propia. Los derechos humanos no resultan eficientes en la idea del ser humano masa; esto es, en la idea de que todo lo que se nos impone es lo correcto porque todos los demás lo aceptan como correcto, y si la mayoría o todos los demás aceptan lo mismo, entonces, nosotros también debemos aceptarlo. Esta idea nos induce, sesgadamente, a suponer que el no aceptar lo que todos – o lo que mayoría acepta – nos llevará siempre a lo incorrecto, a lo raro o a lo inadmisible socialmente. Esto no es así. Lo que realmente sucede, es que esa mayoría o todos esos demás que nos rodean, no son más que otros que ya han sido subyugados por la misma inducción sesgada y por el mismo tratamiento ignominioso y vejatorio que se quiere y busca imponer a aquellos que aún conservan su capacidad de crítica y reflexión. A esto se le puede identificar también con la llamada cultura de masas, vale decir, aquella cultura que hace del ser humano un autómata que renuncia a su pensamiento independiente y reduce su libertad y su acción a un estado pasivo de seguimiento y de subordinación a las masas[6].

Todo esto que acuso es real y patente. Sostengo, que ello es una consecuencia de la falta de conciencia sobre nuestra vinculación humana y de nuestros valores y derechos humanos que nos corresponden a todos por igual. No pretendo arrogarme innovación en lo que aquí delato ni tampoco creo que se trate de un gran descubrimiento para cualquiera que pretenda entenderse a sí mismo y hacerse responsable de sus actos en sociedad. Lo que denuncio aquí como crisis de valores, lo podemos advertir todos pues los hechos y las evidencias las tenemos al frente; solo tenemos que despertar de nuestro aturdimiento de comodidad mental y atrevernos a reflexionar, sobreponiéndonos a las manipulaciones, para advertir lo que sucede y aflige a nuestras sociedades modernas.

Estoy convencido que es el ser humano el propio responsable y actor de su destino y, con ello, es responsable también de la lamentable debacle en la que ha caído la eficiencia de los derechos humanos. El acusar a un sistema económico o a una determinada política jurídica, a un partido o a una tendencia determinada de gobierno, resulta impreciso y abstracto y nos lleva a tener una ceguera y una perspectiva irreal y confusa sobre el verdadero problema de nuestras sociedades actuales. Los países, los gobiernos, los sistemas jurídicos y los poderes de las sociedades, no tienen existencia propia; son los seres humanos quienes les dan vida; son los seres humanos quienes los deciden, en uno u otro sentido. Por ello, es que, en este trabajo, sitúo en el centro de mi reflexión, y de los desafíos jurídicos de los derechos humanos, al ser humano; pero, no solo por ser víctima de la vulneración de sus derechos, sino también por ser él el responsable real y directo de estas vulneraciones, pues los poderes, gobiernos, medios de comunicación o sistemas jurídicos que vulneran o se despreocupan por la eficiencia de los derechos humanos, en el fondo, no son más que los mismos seres humanos decidiendo el destino de la sociedad. Las sociedades no mejoran si no se les da la debida atención jurídica y política al respeto real de sus derechos humanos. Nuestros gobernantes deben tener la conciencia y convicción de que la eficiencia práctica de los derechos humanos no es una comodidad sino, más bien, toda una necesidad y exigencia para mantener una sociedad justa y grande. La atención inoportuna, insuficientemente, deficiente, meramente mediática y coyuntural y, con todo ello, ineficiente, hará que nuestras sociedades se conduzcan hacia el caos de sus estructuras. Un país, un poder, un sistema político y jurídico, funcionan por el ejercicio activo de la voluntad de los seres humanos que los dirigen. Los sistemas políticos y jurídicos no tienen sentido ni existencia inherente ni por sí mismos, ni tampoco se deciden por sí solos a una u otra acción: necesitan de la participación activa de los seres humanos. Somos los seres humanos los que le damos sentido y existencia; los países, los poderes y los sistemas, son creados y echados a funcionar por la propia actividad y decisión del ser humano. Las creaciones de la humanidad, cobran sentido y existencia en tanto la humanidad las produce y las reconoce como tales. Sin la voluntad y el reconocimiento de los seres humanos no existirían países, nacionalidades, ni sistemas de poder político, económico y jurídico. Es esta la evidencia más patente de la importancia trascendental de nuestra humanidad como tal. El no cuidarla, el no atenderla, el no buscar mejoras reales y sustanciales para la humanidad y para sus derechos humanos consustanciales, es un verdadero despropósito que nos llevará, más tarde o más temprano, a la ruina de las relaciones sociales y al desastre de nuestra convivencia civilizada y moderna. Y es que, todo redunda, se vincula, repercute y se origina en el ser humano; no se puede perder la conciencia y convicción del valor de ello. Al final nos daremos cuenta que no podemos negarnos a nosotros mismos, no podemos negarnos siempre. Por mucho que intentemos negarnos, la realidad que le brindemos al valor y al vínculo de nuestra humanidad y al de los derechos humanos, decidirá nuestro futuro y el de todos los demás. Nuestros gobernantes y legisladores, deben tener claro, a la hora de legislar y decidir, que el vínculo y el interés por la eficiencia de los derechos humanos de todos, no es un tema secundario ni irrelevante, ni siquiera cuando no se es el directamente afectado. No podemos renunciar a la preocupación activa por la dignidad humana de todos – incluida la dignidad de los demás – como si esto nunca llegara a provocar consecuencias directas en nosotros. No podemos cegarnos con esos conceptos de “éxito” que nos distraen y nos desmerecen como personas. El futuro de nuestras sociedades, de nuestro entorno sostenible, de nuestros hijos, de todos los que vendrán y, en general, de la humanidad en su conjunto, depende de las decisiones responsables y desafíos que hoy asumamos. Todo lo que se decide, jurídica y políticamente sobre los derechos humanos, al final, trasciende en todos, de una u otra manera, en uno u otro tiempo. Nuestra humanidad es nuestra mayor realidad y vinculación; es la esencia que nos une a cada uno con todos los demás, en lo bueno y en lo malo; la indiferencia a ello, es nuestra mayor insensatez. Nuestros gobernantes y legisladores no deben terminar convertidos en autómatas dedicados a una lucha interminable y agotadora para conseguir y mantener sus puestos, cargos, sueldos, honores, reconocimientos y posiciones sociales. El preocuparse solo por ello, les impone, sin importar el medio y acríticamente, la desatención hacia la eficiencia real de los derechos humanos. Tanto ciudadanos como gobernantes, no deben perder las ganas de ser libres y reflexivos, ni perder la conciencia crítica y la actitud vigilante sobre el peligro que implica el caer en la cultura de masa y en la desatención a los derechos humanos. La conciencia y convicción de la superioridad de los valores y derechos humanos, así como la responsable asunción del principio vinculatorio de que los otros también somos nosotros, son las bases fundamentales para lograr una gestión, jurídica y política, capaz de actuar eficazmente contra todo aquello y contra todos aquellos que pretendan ser indiferentes o menosprecien la necesidad de la eficiencia práctica, estructural y sustancial de los derechos humanos.

Quede claro, entonces, que estoy sosteniendo que cualquier desafío jurídico, en principio, tiene que ser recogido y gestado por los poderes gubernamentales del Estado, que son los que legislan y deciden las políticas de un país y, los derechos humanos, no son la excepción. Es decir, los poderes de un Estado son determinantes para el desarrollo jurídico y político de los derechos humanos. En este sentido, también que quede claro, que sostengo que los poderes de un Estado no tienen existencia propia, abstracta y espontánea sino que ellos se deben a una existencia que se concretiza en seres humanos específicos, quienes son los que los conducen y deciden.

2 RECONOCIENDO EL SENTIDO DEL PODER HUMANO

Lo primero que hay que saber, es que en las fuerzas elementales de la naturaleza no se puede hallar el sentido exacto de lo qué es el poder. Las fuerzas de la naturaleza cuentan con la capacidad de producir efectos, pero le falta la acción o iniciativa humana. Estas fuerzas elementales de la naturaleza tienen energía, pero no poder. Por ello es que el poder, para ser tal, necesita ser ejercido mediante una acción volitiva. Es aquí donde el ser humano juega un papel preponderante pues, su razón es la que permite decidir sus acciones. Esto enlaza bien con lo que dice Bonete Perales:

El ejercicio del poder es sobre todo una actividad humana, y por ello sujeta a valoraciones morales, antes que a una impersonal fuerza social, ideológica, económica, jurídica o militar. (…) interesa por ello interpretar tal actividad humana desde el prisma moral, tan reivindicado a lo largo de la historia del pensamiento como menospreciado en la vida política real[7].

 

Dejo sentado, por lo tanto, como ya adelanté en las ideas generales, que es el ser humano quien, con su actividad, decide las acciones que luego determinan su historia y su realidad. El ser humano no es un ser que está determinado por algo o por alguien; el ser humano, con su voluntad y accionar, determina su devenir y su historia y, luego ella lo determina a él. Al ser la historia y la realidad productos del propio accionar humano, entonces, resulta que es el ser humano quien se determina a sí mismo en el ejercicio activo y voluntario de su humanidad.

Únicamente, cuando una energía o capacidad se sitúa en una conciencia que la conoce, solo cuando hay una capacidad de decisión que dispone de ella dirigiéndola a unos u otros fines precisos, es cuando esta energía puede convertirse en verdadero poder. Este poder a su vez lo podemos distinguir entre lo que voy a llamar el poder como fuerza, por un lado, y el poder como debilidad, por el otro. El primero, es el poder que, usando su energía y capacidad, fortalece al progreso y logra la eficiencia de los derechos humanos y de sus valores, en la realidad, engrandeciendo a la humanidad como unidad de conjunto que es. El segundo – el poder como debilidad-, es el poder que, pareciendo fortalecer, realmente debilita y desgasta a quien lo ejerce y, al final, deteriora a la humanidad en su conjunto o a una gran parte de ella.

El poder como debilidad, nos engaña y nos debilita; este poder como debilidad es el que se ejerce con indiferencia a los valores y derechos humanos o, directamente, los conculca para proteger intereses, privilegios, capacidades o energías egoístas, alejadas de los verdaderos derechos y valores humanos. Es un poder que debilita, pues con esta forma de ejercerlo, se niega el propio valor y la propia calidad humana de quien lo ejerce y, con ello, la calidad y valor humano de todos los demás. Afirmo que el poder como debilidad, es un poder que engaña porque mientras lo ejercemos nos hace creer fuertes y seguros. Mientras no nos preocupemos por la real eficiencia de los derechos humanos, o seamos indiferentes al sufrimiento que aqueja a los demás – negando dicho sufrimiento, tergiversándolo o, directamente, provocándolo-, lo que realmente estamos haciendo es engañarnos a nosotros mismos ya que creemos proteger nuestros intereses y suponemos, equivocadamente, que estos no se verán afectados con nuestra desatención hacia los demás. En verdad, a la larga, esta creencia se convierte en una falacia que nos termina deteriorando a todos como sociedad.

Puedo afirmar también, que el Derecho no es un poder lo suficientemente eficiente y fuerte para lograr sus cometidos por sí solo únicamente desde su capacidad de construcción, sanción o coerción jurídica y normativa. No hay que perder de vista que una norma legal persigue, principalmente, un fin social, más allá de un mero propósito normativo, sancionador y coercitivo. Por mucho que las normas obliguen a las personas, a los Estados, a los poderes y, en general, a las sociedades, a cumplir y respetar los derechos humanos, y si además no existe una conciencia verdadera de la necesidad de cumplir y respetar, simplemente estas – las normas del Derecho – no tendrán capacidad práctica en la realidad. El ser humano necesita creer en normas de conducta que él entienda como correctas y necesarias para su bienestar. Sin una conciencia de humanidad y sin una convicción firme sobre la importancia de los valores y derechos humanos, a la eficiencia real de las normas de derechos humanos, los ciudadanos y gobernantes, le restarán importancia o simplemente no lo tomarán en cuenta. Por otro lado, tampoco puedo dejar de advertir, que la falta de convicción sobre la idea y necesidad de una eficiencia real de los derechos humanos hace que las normas jurídicas sobre esta materia, sean ignoradas o desvirtuadas en sus efectos prácticos; otras veces solo son cumplidas en apariencia o en lo más mínimo posible, con el único fin de evitar la sanción pública, el desprestigio o la crítica. Y es que, en estos casos, no se cuenta con la convicción de la necesidad de mantener, como regla de conducta, la búsqueda del logro eficiente de los derechos humanos. En este sentido, La Torre dirá que:

(…) el ser humano para actuar necesita de reglas de conducta. Estas a su vez se basan en ideas de conducta. Eso es, en concepciones sobre el modo en que debe ser la persona en su Weltanschaungen. El ser humano actúa pues según lo que cree que sea la manera en que debe actuar. La acción humana está determinada por reglas de conducta que corresponden a algunos conceptos (no solo de acción, sino referidos también al ‘ser’ mismo del sujeto)[8].

 

El Derecho puede desarrollar las ideas de justicia y de igualdad a través de sus normas legales, e incluso puede imponerlas normativa y coercitivamente; sin embargo, una idea o un principio de justicia, desarrollado en una norma que obliga, nunca tendrá el poder suficiente, por sí sola, para ser eficiente en la realidad, sobre todo si hay demasiada humanidad a la que no le preocupa cumplir o, simplemente, le es indiferente. El Derecho es un poder real solo cuando tiene la capacidad práctica de cambiar la realidad social, únicamente cuando es realmente eficiente: “Lo que mueve la sociedad, lo que hace que las sociedades funcionen (…) ese es precisamente el poder.[9]

Los derechos humanos, se sustentan en ideales de justicia y bien común; sin embargo, una idea y una norma, en sí mismas, no cuentan con un poder real si no logran operar en la realidad de manera eficiente; tendrán validez, pero no poder; es decir, podrán parecer eficaces en su construcción argumentativa, con mucha fuerza y capacidad en su redacción, pero no tendrán eficiencia real en la convivencia práctica de la sociedad. Las normas jurídicas del Derecho, se supone que buscan ser acatadas, obedecidas y cumplidas; sin embargo, si su cumplimiento se debe únicamente a una conciencia de obligatoriedad para evitar una sanción, las normas jurídicas se toparán con un infinito ánimo de evasión, pues lo que le importa al ciudadano no es cumplir sino el no ser sancionados y, mientras se pueda eludir la sanción, no se cumplirá con la norma. En este sentido Elías Díaz nos dirá que:

 

La evasiva tradicional ‘se acata, pero no se cumple’ no es más que una astuta añagaza o pretexto formalista para en realidad no respetar, ni tampoco acatar la ley. Todo lo más, dicho alegato tradicional significaría que se acepta el hecho de que existe como tal, como vigente esa ley (se acata) pero que no se aplica (no se cumple). Ahora bien, si las leyes no se cumplen por los ciudadanos, si no se aplican por los jueces, si no tienen por tanto ninguna eficacia – hipótesis límite-, entonces el resultado y la consecuencia es que ni se acatan, ni se hacen valer, ni valen, ni por tanto – aunque promulgadas y vigentes – poseen propiamente auténtica validez. (…) Eso, la eficacia (o efectividad) es lo que, a la postre, se añade a la sola vigencia (formal) desde la complementaria validez (material). Ambas, vigencia y validez, son imprescindibles (…) se trata, pues, aquí de un concepto más bien empírico (realista) de validez[10].

 

Así pues, resulta claro que el verdadero poder de las normas jurídicas está en su capacidad real de cambiar la realidad, y esto no tiene que estar necesariamente reñido con los anhelos de justicia, de libre desarrollo de nuestra personalidad ni con la plena dignidad de los ciudadanos: “(…) el poder sobre otros puede ser productivo, transformativo, de gran autoridad y compatible con la dignidad.[11] Esto nos lleva a la necesidad de preocuparnos por forjar una correcta y respetuosa conciencia humana pues es desde ella que se deciden las normas jurídicas, la eficiencia que se espera de ellas y el respeto y consideración del accionar y de la voluntad de las personas; y es que, sostengo, que es la conciencia humana la verdadera energía, poderosa y capaz de hacer eficiente al Derecho y a sus normas jurídicas:

 

La relación entre el Derecho y el Poder (…) es importante ya que un sistema jurídico pierde su vigencia, y en definitiva su validez, desde el momento en que pierde el imprescindible apoyo social que lo sustenta[12].

El tener conciencia de la identidad humana y de los valores propios y compartidos por todos, como humanos que somos, empodera a la voluntad y la decide en su accionar práctico.

Siendo así, puedo afirmar ya, que el poder es un fenómeno específicamente humano. Por lo tanto, de ello resulta que el sentido del poder eficiente pertenece a su propia esencia, que es de lo que tiene que tener conciencia el ser humano: del valor superior de la humanidad como tal y, con ello, de la necesidad imperiosa de lograr la eficiencia real de los derechos humanos. Es la conciencia humana la que tiene la verdadera facultad práctica y eficiente de poder variar la realidad social mediante su propia iniciativa discrecional. El poder implica eficiencia, es decir, implica que sus fines y cometidos se reflejen en la realidad práctica; de lo contario, es solo fuerza: “Poder en cualquier ámbito es la capacidad de realizar los propios deseos de manera eficaz, la capacidad de cumplir los fines que uno se propone.”[13] Tener conciencia del superior valor de los derechos humanos y de la importancia de conseguir su cumplimiento eficiente, es un poder que otorga un sentido distinto a la iniciativa discrecional humana.

 

Un Estado que simplemente produce normas (…) pero que luego estas no son cumplidas ni por el gobierno ni él hace que ellas se cumplan (…) termina siendo un Estado inoperante e ineficiente, donde los ciudadanos no se sienten vinculados a esas normas (…) porque no se sienten realmente protegidos por ellas (…) Eso denota a un Estado con un serio problema en su sostenibilidad y supervivencia democrática[14]

El Derecho puede disponer hacia los fines que se ha propuesto, sin embargo, si la sociedad no está dispuesta a ello por su propia convicción, simplemente, el Derecho se estancará dentro su propia norma legal, aunque válida formalmente, pero ineficiente en lo que respecta a sus efectos materiales y prácticos dentro de la realidad social y que es lo que verdaderamente importa.

3 PODER, RESPONSABILIDAD Y LIBERTAD

Los poderes – como los que se ejercen mediante el Derecho-, dentro de la sociedad, no cuentan con un sentido o con un valor preestablecido; es el ser humano quien les otorga el sentido y la conciencia del valor que tendrán; son los seres humanos los que deciden sobre él y accionan sobre él. Ello determina que no haya poder – mal o bien ejercido – por el que no se tenga responsabilidad ni por el que no se deba responder. Del ejercicio del poder humano, siempre los responsables somos los mismos seres humanos. El poder se ejerce a través de una acción – incluida la de dejar hacer o la acción por omisión – y sus efectos representan también una acción de la que siempre es responsable una instancia humana, pese a que a veces se intente o se logre rehuir a esta responsabilidad o que, simplemente, no se pueda individualizar al responsable. Una norma jurídica, muchas veces, no deja de ser eficiente por ser, ella misma, deficitaria en su calidad normativa y de redacción, sino que son los mismos seres humanos quienes buscan la manera de rehuir a su eficiencia, mermando su capacidad práctica. De otro lado, se puede advertir también, que cuando no se quiere adjudicar responsabilidad al mal ejercicio del poder, se busca enmascarar dicha responsabilidad justificándola como si fuera un efecto inevitable, como si fuera algo propio de una fuerza superior y contingente e imposible de cambiar por la voluntad humana. En esta circunstancia, el carácter esencial del poder no se suprime sino más bien, se pervierte.

El poder, en sí, no es bondadoso ni malicioso; quien decide usarlo es quien le da uno u otro sentido. El poder no es constructivo ni destructivo; es una potencialidad para cualquier cosa, la que se rige y determina por la capacidad y la libre discrecionalidad del ser humano. Una libertad discrecional sin conciencia sobre la importancia de lograr la eficiencia real de los valores y derechos humanos, es una libertad que termina perturbándolo todo. Es un poder que primero deteriora al individuo y luego deteriora a la sociedad en su conjunto; es lo que he llamado antes el poder como debilidad.

El ser humano evidencia sus verdaderas convicciones, sobre los valores y derechos humanos, especialmente, cuando ejerce y tiene poder. Si el ejercicio del poder no cuenta con la responsabilidad y con las convicciones de respeto hacia los demás, será un ejercicio en serio riesgo de convertirse en un poder totalitario, indiferente e indolente. Por ello, no hay que confundir la fuerza con la violencia, el reconocimiento con la gloria personal, el mando con la esclavización, o la objetividad con la ventaja propia. El poder perturbado, en su conciencia de valores y derechos, termina perturbando a la humanidad en su conjunto. Por ello, son necesarios seres humanos concienciados en los valores y en los derechos humanos para que no sucumban ante los poderes que se nieguen a mantener una actitud responsable y respetuosa hacia la eficiencia de los derechos humanos. Se necesita de seres humanos que sean capaces de ejercer el poder por encima de cualquier interés particularista que vaya en contra de los valores de una respetuosa humanidad y comprometida con los derechos humanos. Hay que subordinar el ejercicio del poder al sentido real de la vida como obra humana que es; de lo contrario, caeremos en el caos de nuestra propia existencia. El sentido de la buena cultura y del bienestar estable le debe su existencia al sentido del dominio responsable de nuestras convicciones con respecto al derecho de los demás. El ejercicio de la libertad humana – entendida como libre albedrío, es decir, como la potestad de obrar por reflexión y elección – es la institución que conduce el mundo y, por ello, el ser humano tiene mayor responsabilidad para con ella, su libertad. El ejercicio de la libertad implica la potestad de obrar por reflexión y elección; por ello, quien la ejerce desde el poder – incluidos los gobernantes y legisladores – debe poseer un amor especial hacia el mundo y hacia la dignidad de todos los seres humanos. Un poder responsable implica, en principio, el dominio de sí mismo; luego, este dominio, entiende que la verdadera capacidad de dar órdenes o de mandar algo, no proviene meramente de la violencia y de la coerción jurídica sino más bien, de la autoridad válida, respetuosa y respetable. El dominio responsable, es el que entiende que el auténtico dominio de sí mismo es el que se obtiene con el convencimiento consciente del valor que hay en la eficiencia de los derechos humanos y que no se limita a establecer cumplimientos obligados solo en lo formal-jurídico; el poder responsable sabe que todo progreso depende del trabajo, pero también de la responsabilidad libremente ejercida en conciencia con la humanidad y con su entorno; el poder responsable cree en el valor de la solidaridad y la empatía eficiente y en el cuidado que debemos tener para el desarrollo sostenible de todos, entendiéndolos – a este valor y cuidado – como los medios idóneos para lograr una obra responsable de humanidad, más allá de vínculos de nacionalidad, sangre, afinidad, simpatía, cercanía, y más allá de intereses particularistas y egoístas de grupo.

Entonces, desde este mi razonamiento, sostengo que las decisiones jurídicas y políticas del poder, no pueden ser ajenas a la responsabilidad y a la conciencia de humanidad. El ejercicio del poder político, jurídico y gubernamental, tiene una gran importancia para la humanidad y para los derechos humanos y esto supone la necesidad de una conciencia moral y responsable en los sujetos que ejercen dicho poder. Es “(…) la exigencia de una renovación moral, única base posible para un verdadero renacimiento político (…).[15] Tengamos en cuenta que las decisiones políticas del poder, real y concretamente, son decisiones del ser humano y, como tales, no responden a imposiciones de tipo histórico o metafísico; ellas – las decisiones políticas – responden directamente a sí mismas porque el ser humano es libre de decidir discrecionalmente. El político que ejerce poder, es un ser humano como todos y, por ello, es tan responsable de sus acciones como cualquiera, pues como ser humano que es, está lleno de capacidades cognoscitivas que le permiten reflexionar sobre todo lo que decide y hace:

 

(…) la política tendrá como centro el problema del orden (…) como un orden que se debe construir, eliminando el conflicto y haciendo realidad una paz perdurable. En este contexto se elabora el concepto de poder, la obligación política tal como se la suele entender, de manera que implica una fuerza propia política del cuerpo político superior a la de todos los individuos, una fuerza que garantiza la paz (…). En ese contexto entonces se reconocerá también el origen de una serie de otros conceptos, sin los cuales no solo no tendría su significado determinado el concepto de poder, sino que ni siquiera sería pensable; usualmente considerados como pertenecientes a un léxico opuesto al del poder (pensemos en los conceptos de ‘derechos’, ‘igualdad’, ‘libertad’), estos aparecerán como presupuestos necesarios de la concepción del poder[16].

Hemos de advertir pues, que la historia no transcurre por sí misma, sino que es hecha por el mismo ser humano; es un producto de él. La historia y, con ello, la realidad, es un producto del accionar y de la voluntad humana y ello no solo en las decisiones aisladas, ni solo en ciertos períodos y en ciertas esferas, sino en su dirección total y en todas las épocas. La realidad del mundo – y de la que el ser humano puede disponer cada vez más – está sometida a la libre decisión del ser humano. La libertad no implica arbitrariedad. La libertad, entendida como discrecionalidad, cuando es bien ejercida, implica hacer y decidir, con respeto y responsabilidad, lo que exige la esencia de lo que se es, de lo que existe y de lo que va a existir. El ser humano tiene que examinar los valores elementales de su existencia. La libertad es algo más que poder realizar labores y diversiones, o el hacer lo que a uno le apetezca. Una persona libre debe tener sus propias convicciones de libertad y ejercerlas sin limitaciones abusivas e injustas; su limitación la encuentra en el derecho equivalente al de los demás. Se trata, simplemente, de tener convicciones de libertad que me permitan reconocer mi verdad y de poder mantenerme en el empeño de defender esa verdad que me sostiene y que he reconocido, entendiendo que es también la verdad de los demás. La convicción es fuerza de carácter, es la fuerza del ser que somos. Esta fuerza no sucumbe ante intereses particularistas, económicos o de privilegios, que supongan actos irrespetuosos para el conjunto o hacia un grupo determinado de la humanidad; la fuerza de carácter no sucumbe ante discursos políticos oportunistas y sugestivos, ante doctrinas partidistas o ante ideologías religiosas o de Estado que ordenen actuar con indiferencia o en contra de los demás y de sus derechos humanos:

 

(…) cuando pueda traducirse en realidad una situación en la que no exista ni una clase dominante omnipotente ni un Estado patrón absoluto de la colectividad y de los individuos, y ningún poder superior someta a los individuos a sus exigencias y a su dominio, sino que la sociedad humana sea dirigida por la voluntad de los hombres humanos (uomini umani) y según sus aspiraciones, solo entonces se llegará a la plenitud de la existencia humana. Antes es imposible[17].

 

Dicho todo lo anterior, afirmo que el ejercicio de la libertad implica tener la capacidad de ser responsables. El ser humano debe ser responsable y consciente de las consecuencias de cada uno de sus actos y decisiones. Cada decisión que tome el ser humano conlleva – a veces en poca, a veces en mucha medida – el destino que tomará la misma humanidad en su conjunto. La libertad obtiene su sentido razonable, no solo cuando se tiene la posibilidad de ejercerla, sino, y sobre todo, cuando se ejerce con responsabilidad y con la conciencia de que, tras todo derecho, hay siempre un valor humano que respetar y proteger. En este sentido, debe quedar claro que la construcción y la eficiencia de las normas jurídicas no están exentas de esta reflexión.

4 EL PODER FRENTE A LA PÉRDIDA DE CONCIENCIA DE LOS VALORES HUMANOS

El ser humano de hoy parece ser uno que vive el momento y que al sentir que no tiene otra opción se entrega, desidiosa y cómodamente, al sistema imperante que lo rodea, dispuesto a ser manejado por él y a superar solo los retos que él le dice que tiene que superar. Esta es la mayoritaria situación de los ciudadanos en el Estado moderno y, más aún, desde que el aparato administrativo y estatal ha cobrado mayor relevancia. La falta de capacidad de las normas jurídicas para lograr la eficiencia real de los derechos humanos, hace parecer que el poder solo busca la dominación de la mayoría de los seres humanos, para disponer de ellos según conveniencia. Si aceptamos como “normal” la incapacidad de las normas jurídicas para alcanzar la eficiencia práctica y real de los derechos humanos, o como que “tiene que ser así porque no puede ser de otra forma”, lo que hacemos, realmente, es quitarnos autenticidad ya que aceptando la colonización de nuestra subjetividad nos convertimos en seres inauténticos y manipulables: nos desvirtuamos en meros sujetos sujetados por el sistema imperante; terminamos como seres humanos sin vigor y distorsionados a una realidad donde solo nos queda dejarnos llevar por todo lo que hay, donde nuestro valor propio, en tanto seres humanos, queda relativizado; terminaríamos creyendo, durante todo nuestro crecimiento y educación, que no nos queda otra alternativa más que dejarnos llevar por la masa y por los conceptos de “éxito” que se nos imponen, la mayoría de las veces, tendenciosamente, desde el sistema de un poder dominante que lo decide así: “Se aprovechan (…) de esa desidia intelectual en la que caen muchos ciudadanos al dejarse llevar por la marea del sistema que no los deja ver más allá de lo evidente.”[18] Debemos estar siempre atentos para increpar, criticar y exigir el funcionamiento eficiente de los derechos humanos; debemos mantener despierta nuestra capacidad de auténtica crítica y reflexión. La simple asimilación de lo que hace y acepta la masa, como algo normal o inevitable, es algo que desnaturaliza y menosprecia nuestras capacidades humanas:

 

(…) la cultura de masas, determinada por las condiciones de vida colectiva y por todos los factores educativos (a menudo deseducativos) y por la multiplicidad de influjos que contribuyen a transformar al – ser humano – en autómata, renunciando a su pensamiento independiente y a su personalidad libérrima y activa[19].

 

Puedo decir que, el rebajarse a la cultura de masa – donde todos sean simples seguidores acríticos de todo lo que hay y de lo que la mayoría acepta y hace, y donde las normas jurídicas se limiten a su capacidad formal y figurativa – supone una peculiar y particular cadena paradójica de la modernidad. Y es que el ser humano dispone de la naturaleza como dueño que se cree de ella, para después, y como consecuencia de ello, disponer del futuro sostenible del mismo ser humano; luego, los seres humanos que alcanzan los puestos de poder – dentro de un Estado – disponen lo que ha de hacer y ser, el pueblo; y, finalmente, tanto pueblo, gobernantes y Estado, terminan siendo dispuestos por el sistema económico. El resultado peculiar, es que nadie tiene conciencia real de si en verdad es él el que domina algo o si se le hacen creer que domina para que sea otro quien realmente domine con eficiencia su vida.

El esfuerzo de nuestra ética y de todo nuestro valor propio, moral y humano, no se debe limitar ni reducir a la toma de conocimiento de las condiciones y de los medios que hay, sin importarnos que estos no sean aptos para alcanzar la construcción de normas jurídicas que tengan efectos reales y prácticos. La vida moral de los individuos y la eficiencia de los derechos humanos no deben descartarse, desatenderse o menospreciarse y, menos aún, en virtud del cálculo económico acerca del mayor costo de los medios más aptos para alcanzar sus fines.

La subordinación del sujeto a una realidad objetivamente económica y, a la vez, a una realidad sometida y abusiva, del sistema de poder, conduce el espíritu de las sociedades hacia su desvalorización humana: nos creemos ejercer libertad, cuando realmente esta nos ha sido inducida e impuesta en la forma que le conviene al interés de un sistema económico que nos domina.

La libertad auténtica es aquella que decidimos, consentimos y accionamos – todos sin excepción – nosotros mismos desde nuestras propias convicciones, desde nuestra propia pasión de libertad y sin manipulaciones o inducciones de ningún tipo. Si bien la libertad encuentra su límite en el derecho de los demás, esto no significa que haya que aceptar que determinados grupos de poder busquen controlarla a su antojo y para sus intereses particularistas y egoístas. La libertad implica una actitud siempre activa con la eficiencia de nuestros derechos. En concordancia con esto, encontramos que Paul Ricceur nos dirá que:

 

(…) es cada uno de los momentos de la libertad – decidir, moverse, consentir – el que une de un modo intencional distinto la acción y la pasión, la iniciativa y la receptividad. (…) La libertad no es un acto puro, es en cada uno de sus momentos actividad y receptividad; se hace acogiendo lo que no hace: valores, poderes y pura naturaleza[20].

 

En un sistema donde las normas jurídicas son ineficientes e incapaces de conseguir resultados sustanciales y reales – de respeto a los valores, principios y derechos humanos – se termina sustituyendo la reflexión y la crítica por enfoques y por conceptos de “éxito” meramente formales (como si se tratase simplemente de hacer más y más normas o más y más modificaciones), coyunturales y estadísticos. En este tipo de situaciones ineficientes, el sistema de poder, busca ensalzar su preocupación mediática y coyuntural hacia los derechos humanos como si esta fuera suficiente, sin reparar, o sin dejar que los demás reparen, que su preocupación y actuación se quedan limitadas, únicamente, al plano normativo, jurídico-formal, pero ineficientes en la práctica, es decir, sin lograr mejoras reales y sustanciales. Cuando el valor de los derechos humanos choca con la ineficiencia práctica de las normas jurídicas, tales normas terminan convertidas en insensatas, incoherentes, inconsecuentes y absurdas. Es por ello que la eficiencia real de los valores y derechos humanos tiene suma relevancia en la gestión del poder y en la de las normas jurídicas que ordenan la realidad social:

 

“(…) el individualismo exclusivo y el egoísmo provienen (…) de la sustitución de los bienes exteriores a los interiores: ‘el que a fuerza de concentrarse (…) llega a no amar más que a sí propio’, en realidad sigue el interés material, ‘la necesidad física, que aparta a los hombres en vez de acercarlos’, no la interior ‘instigación de la conciencia’ hacia el amor. Pero a estas ‘almas cadavéricas’ opone la vida de la conciencia; al egoísmo amor propio, producto artificial de las relaciones sociales, opone el amor de sí, la tendencia natural y espontánea hacia la afirmación y el desarrollo de la personalidad.”[21]

Sin conciencia de la importancia de los valores y derechos humanos y sin vínculo de convicción hacia su necesario respeto y desarrollo práctico, las sociedades quedan relegadas y sometidas al peligro de ser dominadas al antojo de algún poder inescrupuloso e irresponsable, a veces, sin siquiera darse cuenta de ello. El ser humano que sustenta su mayor valor en la condición humana que posee, en la exigencia del respeto a este mayor valor y al cumplimiento de sus derechos, y que hace de ello su felicidad y la realización plena de su personalidad, es decir, el que sabe sustentarse en su valor humano y sabe desligarse, críticamente, de toda dependencia y distracción que le condicione el detrimento de su humanidad, el que no permite que su vida sea dirigida y obligada por el vaivén de los intereses particularistas y egoístas de algún poder seductor pero inescrupuloso, este ser humano es el único capaz de construirse una vida plena y auténtica; es de este tipo de ciudadanos de donde surgen las sociedades más sabias, más libres, más valerosas, más prudentes y, en definitiva, realmente más valiosas. A estos buenos ciudadanos no le podrán negar ni esconder la ineficiencia de las normas jurídicas hacia los derechos humanos; la mayor fuerza de nuestro ser, está en el sentimiento moral de nuestra humanidad y en el del propio ser personal de cada sujeto; esto nos determina como seres críticos, reflexivos y con una vida manifiestamente libre y auténtica.

Por supuesto, aclaro que, el sustentar la plenitud, la autenticidad y el desarrollo humano e individual, en sí mismo, no implica ni supone la indiferencia o la desconexión egoísta de todos los demás. Por el contrario, el saber que la vida auténtica de la individualidad se sustenta en el valor propiamente humano de cada persona, nos hace reconocernos como humanos y, con ello, reconocernos en el resto de la humanidad, en tanto que todos pertenecemos a la misma condición humana: cada persona es una parte de la humanidad y, la humanidad, es el todo que la une, indefectiblemente, a todos los demás. De acuerdo con esto, resulta que la sociedad es una consecuencia necesaria de la naturaleza humana y, en ella, los seres humanos se hallan ligados por deberes recíprocos. La sociedad es inconcebible pensarla sin la idea de alcanzar un bien objetivo, es decir, de lograr un bien real para todos. Consecuentemente, tienen que venir como ideas simultáneas de orden:

 

(…) el deber de hacer el bien y el poder para su realización. (…) socialmente es Derecho ‘un poder movente a y solicitante o exigente de bien en el hombre respecto de quienes, por serlo, como él moralmente y bajo orden, tienen el deber de bien.’[22]

 

De modo que, la mayor virtud, se da cuando se entiende y se alcanza la viva conciencia del valor superior de nuestra humanidad y, con ello, el de todos los demás. De las relaciones que tiene el ser humano con los demás, deriva: “(…) no solo el derecho de no ser ofendido, sino también el de asistencia mutua, sin la cual es inconcebible toda sociedad.”[23] Nuestro valor y bienestar están manifiestamente vinculados al valor y al bienestar de los otros y, por ese motivo, la satisfacción de nuestros intereses y de nuestro bienestar, está también sostenido en la satisfacción del bienestar e interés de los demás. De suerte que, si aprendemos y entendemos la enorme importancia de estar guiados por una conciencia y convicción sobre la eficiencia necesaria de los derechos de todos, es decir, de una conciencia y convicción sobre los derechos humanos, recién entonces, nos sentiremos comprometidos y vinculados a contribuir al mejoramiento de las condiciones y circunstancias que pasan todos los demás:

 

El automejoramiento tiene que ser al mismo tiempo esfuerzo dirigido al mejoramiento del prójimo (…) La bondad (…) no exige un premio, sino que por sí es premio a sí misma, en tanto satisfacción de la conciencia del deber (…)[24].

 

5 OBLIGACIÓN, CONVICCIÓN Y RESPONSABILIDAD

En primer lugar, sentaré la diferenciación entre lo que debemos entender por obligación frente a lo que es la convicción.

La obligación es todo aquello que hacemos, o no hacemos, obligados por algo o por alguien, que de no cumplirlo me produciría consecuencias que no deseo. No importa ya si creemos que eso que hacemos o no hacemos, es correcto o incorrecto o necesario o innecesario, o si es lo que verdaderamente queremos hacer. Cumplimos con ese hacer, o con ese no hacer, porque existe una consecuencia que se produce o que se podría producir si no cumplo con aquello a lo que se me obliga. Esto significa que, en la obligación, existe una sanción o algún medio coercitivo que se quiere evitar, y la forma de evitarlo es cumpliendo. En el escenario de la obligación, evitarme lo negativo es lo que realmente interesa; no interesa la consecuencia o el efecto que se produce en sí con mi cumplimiento; es decir, lo que preocupa es la consecuencia o efecto que se produciría con mi incumplimiento, o sea la sanción o castigo, pero no me preocupa qué es lo que se persigue o se protege cuando cumplo con algo. Advirtamos que, el escenario de la obligación, es el que se refleja en el marco en el que se desenvuelve principalmente el Derecho y con el que se regula la mayor parte de la producción legal: el marco de obligar legalmente para que los sujetos eviten una sanción desventajosa, represora o de castigo.

En cambio, la convicción se mueve en otro marco de entendimiento y, a mi juicio, en un marco muy superior en cuanto a la consecución de eficiencia de fines se trata. La convicción implica que yo hago o dejo de hacer algo, porque creo que, con ello – con lo que cumplo en sí mismo-, hago, lo correcto, es necesario o, simplemente, porque quiero hacerlo o dejar de hacerlo, y no tengo en cuenta para decidirlo – o lo tengo en cuenta subalternamente – la consecuencia sancionadora que se pueda o no producir con mi decisión de acatar o no algo. La convicción es un estado de convencimiento profundo de los sujetos que es más eficiente y sólida para mover, en un sentido u en otro, las decisiones de los individuos ya que, haya o no consecuencias represoras que intenten obligarlos a algo, siempre actuaran guiados por las convicciones propias – es decir, por el convencimiento de los efectos y consecuencias propias que se generan con lo que cumplo o incumplo, y no por la sanción o castigo que evito con mi accionar-. La convicción no necesita verse obligada o amenazada con alguna sanción para lograr el ejercicio o el cumplimiento en uno u otro sentido pues no se cumple con la norma porque la norma obligue, sino que se cumple con las propias convicciones, las que estarán siempre por encima de toda norma y de toda sanción o castigo. Este es el nivel que se alcanza con una conciencia crítica y activa del valor humano. Puedo afirmar, que este es el sólido sustento que nos conduce a una verdadera conciencia de libertad:

 

Cuando no interviene el peso de la exigencia ajena, de la extrema obligación coactiva, a la que nuestra espontaneidad se rebela, ‘la fuerza de un alma expansiva me identifica con mi semejante’ (…)[25].

La convicción de la que aquí hablo, en principio, la contrapongo, o más bien la opongo, a la obligación coactiva que suele usar el Derecho en busca del cumplimiento de sus normas, y lo hago en el afán de lograr que las normas jurídicas encuentren el medio idóneo para alcanzar la eficiencia práctica en las sociedades que regula. Sin embargo, no se me pasa por alto que existe un cierto límite con respecto al instrumento de la convicción, sobre todo en los actos de gobierno y en los actos del Derecho. En la práctica social, muchas veces, la convicción debe ponderarse con la responsabilidad. Esto lo entenderemos mejor si nos situamos, por un momento, en la esclarecedora filosofía weberiana y en su clásica distinción entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. No pretendo decir que quien actúe por convicción sea necesariamente irresponsable o que quien actúe por responsabilidad carezca de convicción. Lo que sí hay que advertir, es la diferencia que existe entre estas dos formas de actuar. Quien actúa guiado por la ética de la convicción, actúa según lo que le ordena ella; en cambio, quien actúa guiado por la ética de la responsabilidad actúa teniendo en cuenta las consecuencias previsibles:

 

(…) pueden explicar elocuentemente a un sindicalista que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la convicción, (…) no lograrán hacerle mella[26].

Con lo cual, si con el ejercicio de quien actúa por la ética de la convicción se provocan perjuicios, el que actuó con el ejercicio de sus convicciones, no se considerará responsable de dichos perjuicios; por el contrario, este sujeto, responsabilizará de ello al mundo, a la torpeza de los otros o la voluntad de una fuerza supuestamente invencible; la única responsabilidad que estará dispuesto a asumir es la de perder la pasión convencida sobre su convicción y, sus acciones estarán dirigidas a mantener dicha pasión, las que, únicamente, deben y pueden tener un valor ejemplar. En cambio, el que guía sus actos de acuerdo a la ética de la responsabilidad, atenderá todas las imperfecciones posibles de sus actos y asumirá que esos perjuicios se deben a su acción.

En esta pugna de éticas, Max Weber terminará concluyendo que la ética de la convicción no es la más conveniente para conducir el accionar político. Para Weber, la ética de la responsabilidad es la que le correspondería a la política. En este sentido comenta Joaquín Abellán que:

 

La ética de convicciones (…) no aporta ninguna solución a la cuestión de la justificación de los medios utilizados en la política. (…) la lógica interna de una ética de convicciones es de carácter absoluto y no puede permitirse ninguna excepción (…) la aplicación de la ética de las convicciones a la política significa convertir la lucha política en una lucha de carácter religioso, que ignora la naturaleza fundamentalmente diabólica del poder, es decir, que ignora que ni los mejores ideales ni las mejores intenciones son capaces de eliminar la naturaleza trágica de la política. La utilización de la política, para la realización de objetivos absolutos, sin dar entrada de manera determinante a las consecuencias de esa realización conduce finalmente a un descrédito de los propios ideales[27].

En la ética weberiana se sostiene que no se pueden lograr objetivos correctos sin utilizar medios que, a veces, son moralmente dudosos o peligrosos y, además, pueden provocar consecuencias moralmente incorrectas:

 

Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan ‘santificados’ por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos[28].

Por mi parte, debo reconocer que la historia nos ha mostrado que quienes se guían únicamente por la ética de la convicción muchas veces terminan olvidando su conciencia de responsabilidad. Y es que las situaciones y las relaciones del mundo no están tan encasilladas como para creer que siempre de todo lo bueno va a brotar el bien y, de todo lo malo, el mal. La vida humana no tiene esos niveles armonizados de racionalidad y lógica exacta y, la política, no es la excepción. Ante esto, opino que el ser humano, que ejercita el poder, no tiene que estar siempre supeditándose a prever, calculada y estratégicamente, si va a lograr resultados socialmente óptimos y correctos con sus acciones, ni tiene que estar a una única forma de decidir según la ética de la responsabilidad. El mismo Weber parece entenderlo así, pues pese que para él la ética de la responsabilidad es la que debe conducir a la política, sin embargo, reconoce que la ética de la convicción tiene un componente de ilusión y de firmeza hacia la entrega del objetivo en el que se cree y se quiere alcanzar. Si bien es de mayor pertinencia ejercer las acciones políticas con responsabilidad, estas deben encontrar su límite en las convicciones a las que el político se sienta comprometido y con las que se sienta obligado en el ejercicio de sus acciones. Las convicciones las llevamos en el interior de nuestro ser y son la muestra más clara y pura de nuestra propia vida activa; son la evidencia de que nuestro ser no está muerto interiormente. Por ello, el auténtico político y, en general, cualquier persona que quiera ser auténtica y correcta en su accionar, debe obrar con el sentimiento de estar haciéndolo por ese compromiso ideal en el que cree; debe obrar, o dejar de obrar, por su convicción de que lo que hace, lo hace siguiendo los requerimientos del interior de su ser. La convicción es una fuerza que nos permite desenvolvernos con entereza en la realidad sin derrumbarnos interiormente frente a las caídas y avatares que se nos presenten. Así pues, puedo asegurar que la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, en la vida en general y en la política, en particular, resultan complementarias para nuestro mejor hacer, para nuestra mejor existencia y para nuestro pleno desarrollo. Entonces, podemos leer en Weber que:

Es (…) infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (…), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: ‘No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo’. Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico (…)[29].

Sostengo entonces, que la ética de la convicción no descarta a la ética de la responsabilidad; más bien, ambas, pese a ser opuestas en la toma de consideración de sus consecuencias, no dejan de ser complementarias y necesarias, sobre todo para el ejercicio del poder en la política. El poder político responsable tiene que atender y respetar a los valores y derechos superiores, los que no deben estar sujetos a condicionamientos, pero, a la vez, estos derechos y valores, tienen que estar dispuestos a estar limitados, excepcionalmente, cuando se conjeturen consecuencias peores. La ética de la convicción por sí sola no es perfecta, al igual que la ética de la responsabilidad. Ambas se necesitan para surtir efectos eficientes sobre la humanidad. Y esto es así, porque en la realidad humana la perfección es inalcanzable; la perfección humana en sí es imperfecta porque nuestra naturaleza también lo es. Con lo cual lo que se busca en la sociedad, dentro de su imperfección natural, es que sea lo más justa posible; es decir, que en su imperfección no se alcancen niveles críticos de injusticia, ineficiencia y discriminación, que provoquen la extrema situación en la que los mismos seres humanos desvirtúen el propio valor de los derechos humanos.

La convicción, dentro de la conciencia de los valores y de los derechos humanos, es indispensable para lograr la eficiencia práctica de los mismos dentro de la humanidad y es, precisamente, esa convicción la que hace que las decisiones se ejerzan también con responsabilidad y preocupación por sus consecuencias.

6 TEORÍA DE LA EMPATÍA DEL RECONOCIMIENTO

Situándome ya en las ideas finales que propongo para este trabajo académico, y luego de todo lo expuesto, puedo asegurar que si no nos preocupamos por tener una existencia auténticamente libre y respetuosa con los valores de toda la humanidad, las sociedades y el Derecho de los Estados, ya pueden estar llenos de derechos humanos formalizados en normas jurídicas que obligan, pertenecer a grandes organizaciones internacionales que defiendan los derechos y, además, podemos llenarnos de discursos, seminarios, doctrinas y libros que hablen de la efectividad teórica y normativa de los derechos humanos; sin embargo, todo ello, terminará sucumbiendo ante la primacía de la ineficiencia real y práctica de las normas jurídicas en la sociedad. Si no se forma a los integrantes de la sociedad – incluidos sus gobernantes y legisladores – en el valor propio de su humanidad, como humanidad que es, muy pronto las sociedades no podrán sostenerse solo con las normas jurídicas teóricamente buenas, ni con sanciones u obligaciones que desarrolle el Derecho a través de sus normas, creyéndose que obligando se logra la eficiencia real de los derechos.

El Derecho y sus normas jurídicas no crean cimientos ni convicciones. Son los valores, los cimientos de la sociedad y del Derecho; son ellos los que estructuran a la sociedad y, con ello, estructuran al Derecho; no al contrario. Hay que cimentar en valores para empoderar en derechos; así se logra una eficiente armonía social, que es el fin principal de todo lo aquello que norma el Derecho. Esto es, hacer que los seres humanos reconozcan el valor que hay en su propia humanidad y que es el mismo valor de todos los demás. También se trata de empoderar al Derecho, pues con la convicción de los sujetos, las normas y regulaciones jurídicas encuentran un camino más claro hacia la eficiencia real y práctica de sus disposiciones. Al final, la real eficiencia de una norma del Derecho, la empodera a ella mismo como tal en sus objetivos, pues, verdaderamente, la eficiencia práctica del Derecho depende y responde, y en mucho, a la voluntad consciente del individuo que la sigue: depende de que quien cumpla una norma lo haga queriendo cumplirla por el valor propio que se protege con ella y no por, simplemente, evitar una sanción ya que, a quien solo le preocupe esto último, si aprende a evitar dicha sanción sin que lo descubran, simplemente, no cumplirá con lo normado jurídicamente: siendo la sanción lo único que le interesa evitar; pudiéndola evitar, entonces, para qué cumplir con las exigencias de respeto que me imponen los derechos normados. Si no hay cámaras grabando, ni testigos que lo cuenten ni alguna otra forma para que se descubra el incumplimiento y se sancione; entonces, por qué no se va a dejar de golpear, torturar o abusar a una persona, si apetece, cuando no hay que preocuparse por el castigo o la sanción.

De manera que, la convicción consciente del valor humano de todos y de los derechos humanos como cimientos de nuestras sociedades, es la única realidad que puede sostener una verdadera libertad. Este escenario es el instrumento idóneo y capaz para conseguir la eficiencia real de las normas jurídicas; esta convicción consciente es la única que nos permite la armonía real con los demás y con el medio que nos rodea y, en última instancia, con nosotros mismos:

 

En esto estriba la necesidad y la misión de la cultura humanista, cuya tarea fundamental es mantener viva en el hombre la conciencia de su humanidad, en el doble sentido de una esencia humana íntegra y de una vinculación vital con todos los demás hombres y sus actividades especiales en la complejidad de la vida social y el proceso de su desarrollo progresivo[30].

Normas jurídicas que logren una sociedad eficientemente libre, igualitaria, solidaria, inclusiva, justa y decente, es el mejor de los mundos posibles. La conciencia y la convicción de la superioridad de la eficiencia real de los valores y derechos humanos, solo pueden ser alcanzadas a través de la capacidad crítica, reflexiva y necesaria para entender y defender el valor auténtico de nuestra humanidad, como unidad y conjunto que es. Esto es lo que nos hace seres auténticos, plenos y realmente libres. El sufrimiento y la discriminación que pasan otros por no poder alcanzar la eficiencia de sus derechos humanos, es un tema que también va de nosotros, es un tema que también tiene que ver con nosotros y con todos a la vez, pues todos somos parte de una misma humanidad, sea cual sea el lugar o la condición en la que se produzca.

Lo anterior me lleva casi a lo último de este trabajo, que es además la propuesta prescriptiva y principal a la que me interesa llegar y que he dado en llamar la teoría de la empatía del reconocimiento.

Mi teoría de la empatía del reconocimiento, es mi propuesta, y es una propuesta mayor y más amplia de lo que comúnmente se entiende y se explica como la empatía. La empatía del reconocimiento es ponerse en el lugar del otro, pero no como un otro-ajeno, sino, en el convencimiento de que ese otro, también somos nosotros. Es decir, propongo una teoría de empatía por la que las sociedades entiendan que existe un necesario reconocimiento de que lo que le incumbe a ese otro nos incumbe también a todos, como humanidad que somos. Se trata de reconocernos en el otro, siendo nosotros. Sin dejar de ser nosotros, sabemos también que somos parte de los demás. No se trata meramente de ponerse en el lugar del otro, abstractamente, sintiéndolo al otro como un ajeno a mí. Se trata de sentirse, concretamente, parte de los otros, en tanto humanidad que nos une. Es ponerse en el lugar del otro como si fuéramos nosotros, porque lo somos; no como algo figurativo, sino verdaderamente real, concreto y cierto.

Regularmente, cuando se habla de empatía, simplemente la entendemos como un hecho abstracto o como el ejercicio de ponerse, imaginariamente, en el lugar del otro, pero sintiéndolo ajeno a mí. Esta definición está bien y reconozco que puede ser útil para el discurso de los derechos humanos. Sin embargo, yo pretendo dar un paso más allá que permita alcanzar la eficiencia real a la figura de la simple empatía y, precisamente, en el ámbito de los derechos humanos y en el de las normas jurídicas que los regulan. No me refiero a ponerse en el lugar del otro para, única y simplemente, entender las consecuencias de la ineficiencia real de los derechos de ese otro, ni tampoco pretendo buscar un cierto sentimiento de solidaridad que meramente empuje a los sujetos a hacer algo mínimamente comprometido – como podría ser una mera contribución económica a una causa determinada que promueva una determinada ONG que actúe en favor de los niños que sufren los efectos de la guerra, por ejemplo-. Estas situaciones siempre se enmarcan y se asientan en la idea de que ese otro es un ajeno, es decir, que esos otros que sufren, no somos nosotros, y siendo ajenos, poco o nada es lo que me toca hacer y, lo que es peor, poca o ninguna es la preocupación y responsabilidad que me toca asumir. Pues bien, mi propuesta se enmarca y se asienta, cabalmente, en una idea opuesta y diferente a esto.

Sostengo una empatía del reconocimiento, según la cual nos ponemos en el lugar del otro, pero convencidos de que ese otro también somos nosotros, no abstractamente, sino en la concreción de nuestra condición humana que es afín y nos vincula, como uno, a todas las personas. Que quede claro que no hablo de una suerte de identidad igualitaria donde no haya espacio para las diferencias; tampoco se trata de sustituirse o de sacrificarse por el sufrimiento del otro por la falta de eficiencia de sus derechos humanos, ni tampoco se trata de llamar la atención buscando despertar sentimientos de fraternidad o de solidaridad para lograr un compromiso bondadoso o un sentimiento de pesar compartido. Tampoco se trata de hacer ni de identificar a los buenos y a los malos de una sociedad. Se trata de algo mucho más serio, real, auténtico y profundo.

La condición humana es consustancial a la existencia de todos y, por ello, todos estamos vinculados, más allá y por encima de lo que uno quiera, crea o no quiera creer o aceptar. Es innegable que esto es así. Esta vinculación, nos une, no solo en nuestra condición humana, sino también en lo que suceda en nuestras realidades y en las realidades de los otros. La eficiencia o la ineficiencia de los derechos, en la realidad de uno o en la realidad del otro, y sus consecuencias, más tarde o más temprano, alcanzan al resto. Entonces, lo que planteo es un reconocimiento concreto y consciente en ese otro, un reconocimiento por el cual se llega a tener la convicción de que el problema de ese otro también nos incumbe, nos interesa y nos afecta a todos como humanidad vinculada que somos. Es el reconocimiento del vínculo basado en el interés propio. Por esta razón vinculatoria es que debemos advertir y entender la exigente necesidad que existe de lograr la eficiencia real de las normas jurídicas sobre los derechos humanos; es una razón ineludible. Hay que tener el conocimiento consciente de que la ineficiencia de las normas jurídicas con respecto a los derechos humanos del otro, también es un problema de nosotros, y que esto puede afectar nuestra propia realidad; es decir, se trata de un tema que nos tiene que interesar para la conveniencia, bienestar y el interés de nuestra propia realidad, la que, de hecho, también podría terminar siendo afectada. Recuérdese, por ejemplo, el caso del virus del ébola en el Continente Africano y la atención ineficiente que le proporcionaron los países desarrollados, lo que luego terminó afectándonos gravemente cuando el virus logro entrar en nuestras fronteras contagiando a ciudadanos del Continente Europeo (de España y Francia). Y se pueden citar muchos casos más, como el de la inmigración de los países que están en estado de extrema pobreza o en guerras (Nigeria, Siria, Venezuela, etc.) y que provoca que sus habitantes huyan hacia los países que no afrontan estos problemas en busca de sobrevivir y encontrar una oportunidad de mejora. Todo esto pasa delante de nuestros ojos; lo vemos en los diarios, en los noticieros y en nuestras calles. Por lo tanto, resulta innegable que el ponernos en el lugar del otro, es un tema que nos compete a todos, porque de no hacerlo las consecuencias son inevitables para nuestra propia e inmediata realidad, y es que, por la vinculación de nuestra humanidad, todo nos concierne a todos y el problema del otro es también nuestro problema, nos incumbe, y sus patentes consecuencias también.

Entonces, la teoría de empatía que planteo – la teoría de la empatía del reconocimiento – implica, en principio, al igual que la empatía regularmente entendida, ponerse en el lugar del otro; empero, el paso mayor que sostengo, está en no ver a ese otro como si fuera un otro ajeno y desconectado a nuestra realidad, sino que se trata de ver y entender a ese otro, como un nosotros mismos ya que está conectado por nuestra misma realidad humana; se trata de reconocernos en ese vínculo que nos une a todos por igual, inexcusablemente. Esto es crucial para el discurso de la eficiencia real y práctica de los derechos humanos y hay que aprehenderlo y entenderlo bien.

No se trata de asimilarse o de identificarse con el estado mental o afectivo del otro, ni de intentar ponerse al mismo nivel de lo que siente ese otro o, mediante un proceso de elevada abstracción, lograr sustituirnos en ese otro para sentir el dolor y entender su sufrimiento ajeno y desde allí empezar a preocuparnos. Es lógico y sensato aceptar que uno no puede experimentar o explicar bien cómo y cuál es el nivel exacto de sufrimiento por el que pasa ese otro que está afligido. Tampoco se trata de sentirnos sustitutos o identificados exactamente con el nivel de dolor o sufrimiento de ese otro. La teoría de la empatía del reconocimiento que defiendo, se sustenta en la idea de reconocernos vinculados en el problema de ese otro, pero no en el grado de su afección o sufrimiento particular, sino en el vínculo de humanidad que nos une a todos como una misma realidad y especie humana a la que pertenecemos todos. En eso sí que tenemos, podemos y debemos identificarnos perfectamente para interesarnos por la lucha contra toda deficiencia, ineficiencia, indiferencia, vulneración y desapego hacia los valores y derechos humanos. Ese es el vínculo consustancial e innegable de nuestra existencia. Con la interiorización de la empatía del reconocimiento, cualquier sujeto será interesadamente capaz de reconocerse en la discriminación que sufre el otro, pero no reconociéndose en la propia afección, sino en la realidad y vinculación humana misma que comparte con ese otro y que es la que podría terminar afectando y perjudicando la realidad de los dos. Se trata de desvelar el interés que debe existir para el bienestar y la conveniencia de la realidad de todos. Actuar interesadamente no es incorrecto; lo incorrecto es no darse cuenta que la realidad de uno y otro, nos incumbe y nos afecta a todos.

Lo explico de manera más simple. Si vemos que alguien le da una bofetada a otro, sabremos que ello está mal; lo que no sabremos es cuánto dolor o afección se ha causado a ese otro; en esto, es claro, que no nos podemos identificar ni reconocer en el otro (en el nivel del dolor sufrido). Supongamos ahora que el que sufre la bofetada es alguien al que lo reconocemos y lo sentimos como vinculado a nosotros (nuestro hijo, familiar, amigo, compañero, etcétera). Es seguro que, sin que nos obliguen y sin ser los directamente afectados, no nos quedaremos indiferentes ante esa agresión (la bofetada). Sin lugar a dudas, nos vamos a reconocer en el sufrimiento de ese otro vinculado, dado que nos reconocemos en él como parte de un vínculo cierto y común. No podremos reconocernos en su dolor ya que no sabremos bien cuánto o cómo le duele, además, no nos importará que no seamos los causantes de la bofetada; aún así nos sentiremos afectados e involucrados en el problema del otro, porque el valor de sentirnos vinculados y la convicción consciente de reconocernos en un vínculo común, provoca que nos reconozcamos en el problema de ese otro vinculado, sin importar que sepamos o no cuánto le duele o qué fue lo que generó esa bofetada o si hemos o no contribuido a que ella se produzca o si se la merezca o no. El tema central aquí es sentirse y saberse vinculado al otro. Luego, si no hago nada porque prefiero negarme o me resulta más cómodo ser indiferente a mi vinculado, existe la gran posibilidad de que esto determine que la pequeña riña se magnifique y que la agresión termine afectándome también a mí, precisamente por estar, inevitablemente, vinculado.

Por lo tanto, lo que hay que saber y entender es que, en el ámbito de los derechos humanos y en el de nuestra existencia humana, todos nosotros nos encontramos vinculados entre sí, inevitable e indeclinablemente; hay que saber comprenderlo y tener la capacidad crítica para no negarnos a ello. Se trata de no caer en el error de creernos desvinculados a los demás, o en el error de defender supuestos vínculos que resultan más fuertes y superiores al vínculo humano.

Ahora bien, me resulta interesante insistir en que no es cierto que hay que sentir o saber directamente el grado de dolor que pasa alguien para poder comprender bien o para poder defender bien a una víctima de un determinado injusto. Es más probable, incluso, que quien no sea el directamente agredido – al que no le han dado directamente la bofetada – sea más objetivo, prudente y ecuánime para entender, resolver y afrontar el problema, porque él no lleva consigo la mayor carga emotiva de la afectación. El tema a rescatar aquí, que es el que resalto, es que cuando nos entendemos y nos reconocemos vinculados en nuestra humanidad, sabemos y sentimos que el problema que afrontan los demás también nos compete. Por supuesto, que el componente emotivo del directamente afectado también resulta valioso para tratar el problema; no obstante, no se trata de hacer una jerarquía de quién esté o no capacitado, o esté más o menos capacitado para resolver los problemas de discriminación o ineficiencia en la protección de los derechos humanos. La postura de jerarquías o de mayores capacidades, en razón de ser o no el directamente afectado, es un grave error. Ambos, tanto el afectado directo, como el que se siente vinculado por su convicción de una misma humanidad, están perfectamente capacitados para involucrarse en todo reclamo contra los injustos y discriminaciones acaecidas en nuestras sociedades. Lo importante está en tener la conciencia y convicción de la vinculación que existe entre todos los seres humanos, sin excepción. Lo mismo pasa con las sociedades. Si a los ciudadanos se les enseña a ser críticos con sus valores propios y humanos, lograremos personas más libres, dignas y auténticas. Saber con convicción que la realidad humana de todos es una realidad que responde a un mismo vínculo de unidad y de conjunto – como el que cada uno lleva y defiende en sus casas y en el resto de su vida privada-, hace que se motive la conciencia de que la indiferencia hacia los demás es inaceptable e indecente para nuestra propia calidad humana. Este reconocimiento en la realidad del otro, se sustenta en la convicción de saber que todos pertenecemos a un mismo vínculo: el vínculo humano, más allá y por encima de cualquier condición de sexo, religión, nacionalidad, distinta capacidad, estatus social o económico. Es un grave error fomentar discursos de una especie de trincheras contrapuestas, o el de crear contrincantes a los que hay que vencer y destruir, por ser, por ejemplo, de una u otra nacionalidad o de uno u otro sexo contrario: la humanidad es una sola; no existen enemigos naturales, por su sexo, nacionalidad, religión, etcétera. En todo caso, lo que sí es claro, es que todos pertenecemos a la misma trinchera, que es la trinchera de la humanidad. Ciertamente, no se trata de trincheras sino de coherencia y razón ante nuestra evidente e inherente realidad de pertenencia y vinculación. Al vulnerador de derechos hay que denunciarlo, sancionarlo y educarlo para corregirlo, pero a él, no a todos los que compartan una realidad física, biológica, religiosa o de cualquier otra índole, igual o parecida. Y esto, es algo que las normas jurídicas tienen que tener en cuenta a la hora de legislar sobre los derechos humanos, pues de ello depende, y en mucho, el poder alcanzar los objetivos que se buscan en la realidad social. Saberse vinculados bien a todos los demás, por nuestra humanidad, determina que los ciudadanos cumplan las normas, pero no para evitar una sanción, sino por el respeto que les genera ese vínculo humano al que entienden y saben que pertenecen y al que le reconocen un valor que les interesa cuidar y preservar, en provecho de su propia realidad.

Finalmente, afirmo que todos tenemos un mismo valor y todos debemos tener el mismo interés superior para la protección eficiente de los derechos de la humanidad. Y a quienes, de una u otra forma, crean que el problema de la ineficiencia de las normas jurídicas sobre los derechos humanos, no va de ellos, no va de todos o que no nos compete a todos, a ellos, desde aquí les contesto, para su reflexión, con este claro y certero adagio: Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur; lo que significa: “¿De qué te ríes? Con un nombre distinto, a ti se refiere la historia (…)”[31]. Este adagio satírico, quiere decir que lo que sucede en la realidad de todos es un tema que también va contigo, pues de ti también va la humanidad. Dicho de otra forma: el tema de la eficiencia en la protección de los derechos humanos es un tema que va contigo, que va conmigo, que va de todos nosotros; la historia de los otros también es nuestra historia, también va de ti, en tanto todos somos parte de una misma humanidad. Lo del otro me compete, nos compete, y no lo podemos rehuir ya que nuestro vínculo humano así lo determina, cierta e indeclinablemente. Es responsabilidad de todos preocuparnos por la continua rectitud de esta conciencia, de esta convicción y de todas las decisiones que tomemos a lo largo de nuestras vidas.

Lo dejo más claro aún, llamando la atención sobre lo que el filósofo humanista italiano, Rodolfo Mondolfo, llama el principio incesante del escrutinio de sí mismo para conocerse intelectual y moralmente:

 

(…) el incesante escrutinio de sí mismo (…) convertido – por una exigencia de unidad entre teoría y práctica – en norma de toda la vida, confiere a la existencia humana una seriedad y una nobleza incomparables, y lleva al hombre, al mismo tiempo, a cobrar conciencia de la vinculación entre su propio perfeccionamiento interior y el de los demás, esto es, de su obligación moral de cooperar en el perfeccionamiento espiritual del prójimo. (…) Fin humano por excelencia, esto es, la elevación intelectual y moral que constituye el verdadero bien y la satisfacción íntima de cada uno y de todos, ley de autonomía y fuente de la verdadera felicidad. De todas estas exigencias, que mientras exista la humanidad son y serán siempre una necesidad y un imperativo categórico (…)[32].

7 CONCLUSIÓNES

1) El ámbito de los Derechos Humanos, es el ámbito más noble del Derecho pues busca – nada más y nada menos – que la sociedad en su conjunto viva en el mejor de los mundos posibles, donde sus integrantes se relacionen despojados de toda discriminación o abuso que atente contra el desarrollo de su dignidad libre y auténtica. El empoderarnos en la conciencia de la superioridad de los valores humanos, es, y debe ser siempre, el objetivo primordial a inculcar por todos los que nos dediquemos a esta noble materia del Derecho: aquí o allá por dónde se vaya o, aquí o allá por dónde uno se quede, allende los mares o aquende de ellos.

2) La empatía de reconocernos en el otro, entendiéndonos como nosotros mismos porque lo somos, es el paso fundamental que nos lleva a una humanidad más justa y a que todo funcione tan eficiente como debe. Si la conciencia y convicción sobre la superioridad de los valores humanos son los que cimentan al poder, luego entonces, el poder respetará a los derechos humanos. Se trata de cimentar para respetar o, mejor dicho, es fomentar el interés por la eficiencia de los derechos humanos desde las estructuras morales y humanas que los cimentan, y no solo desde las coyunturas legales que nos obligan.

3) En este contexto explicativo que he desarrollado, resulta que las normas jurídicas no deben encontrar satisfacción o plenitud en su propia existencia, en su mejor redacción o mayor agravación de sus sanciones, o limitarse a pretender responder únicamente a lo mediático y coyuntural, cuando el problema y afectación a los derechos sigue estructural y sustancialmente sin lograr una respuesta eficiente y real sobre la sociedad.

4) Por todo ello, las normas jurídicas deben buscar la conciencia y convicción sobre la importancia de lograr la eficiencia hacia el cumplimiento y respeto de los derechos humanos, y esto solo se logra con educación, educación y más educación. Es de esto de lo que deben preocuparse, principalmente, las normas jurídicas de derechos humanos; de instaurar y fomentar políticas educativas que creen conciencia y responsabilidad sobre el vínculo humano que nos une a todos. En los colegios, institutos y universidades, se deben implementar, aumentar y reforzar, legal y jurídicamente, las materias especializadas y las plazas de profesores que sepan educar en los valores y derechos humanos. Además, se deben establecer y potenciar programas educativos especializados y constantes en todos los niveles comunicativos y sociales. Ya sé que se suele recurrir a la justificación de la falta de recursos económicos, pero lo cierto es que sale más costoso gastar en políticas que responden, ineficiente y coyunturalmente, a las consecuencias de la falta de eficiencia de las normas jurídicas de derechos humanos, que atender a las causas que la originan desde sus raíces. Nadie nace machista, xenófobo o discriminador; es la mala educación o la indiferencia de esta, para educar sobre ello, lo que despista y desorienta a los sujetos de su realidad humana compartida por todos y a la que, les guste o no, pertenecen.

5) Cierro estas conclusiones compartiendo las alumbradas palabras del poeta inglés del siglo XVII, John Donne, las que resumen bien lo que en este trabajo sostengo como argumento esencial de mi propuesta:

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo; cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo (…): la muerte de cualquier hombre me disminuye, pues estoy unido a toda la humanidad; en consecuencia, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti[33].

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Notas de Rodapé

[1] Doctor Sobresaliente Cum Laude y Especialista en Derechos Humanos; Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España; Máster en Derechos Fundamentales; Especialista en Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos; Máster en Estudios Avanzados en Derechos Humanos; Especialista con Matrícula de Honor en Derechos Humanos; Licenciado en Derecho por la Universidad de San Martín de Porres. Miembro del Seminario Permanente de Filosofía del Derecho e Investigador y colaborador académico en el área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. E-mail: jesuco_amag@yahoo.es

[2] Rudol Stammler, Tratado de filosofía del derecho, trad. por W. Roces (Madrid, Reus, 1930), 5.

[3] Giorgio del Vecchio, Filosofía del derecho, tom. I, Parte sistemática, trad. por Luis Recaséns Siches (Barcelona, Bosh, 1929), 6.

[4] Nicolás López, Filosofía del derecho (Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1976), 63.

[5] Rodolfo Modolfo, El humanismo de Marx, trad. por Oberdan Caletti (México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1973), 56.

[6] Rodolfo Mondolfo, “Ensayo preliminar, Conclusiones sobre el marxismo”, en Manifiesto comunista, de Marx y Engels, trad. por Alfonso Calderón (Santiago de Chile, Universitaria, 1971), XXVIII.

[7] Enrique Bonete Perales, ed., “Introducción, Para una ética del poder”, en Poder político, límites y corrupción (Madrid, Cátedra, 2014), 10.

[8] Massimo La Torre, Derecho poder y dominio, trad. por Francesca Gargallo (México D. F., Fontamara, 2004), 93. Tengo que aclarar que el término alemán correcto es Weltanschauungen y que se puede traducir como ideologías del mundo, concepciones del mundo, creencias del mundo o visiones del mundo.

[9] Fernando Vallespín, “Poder, legitimidad y Estado”, en Sobre el poder, ed. por Manuel Menéndez Alzamora (Madrid, Tecnos, 2007), 31.

[10] Elías Díaz, El derecho y el poder, Realismo crítico y filosofía del derecho (Madrid, Dykinson, 2013), 48 y 49.

[11] Steven Lukes, El poder. Un enfoque radical, trad. por Carlos Martín Ramírez (Madrid, Siglo XXI, 2007), 131.

[12] Francisco Ansuátegui, Poder, ordenamiento jurídico, derechos (Madrid, Dykinson, 1997), 44.

[13] Luis Villoro, “El poder y el valor”, en Sobre…, 19.

[14] Jesús Víctor Contreras, Las determinaciones políticas en materia de derechos humanos. Cavilaciones a partir de la ética weberiana y de la fuerza trascendental hegeliana (Mauritius, Editorial Académica Española, 2018), 143-144.

[15] Rodolfo Mondolfo, Sócrates (Buenos Aires, Eudeba, 2007), 8.

[16] Giuseppe Duso, coord., “La historia conceptual”, en El poder. Para una historia de la filosofía política moderna, trad. por Silvio Mattoni (México D. F., Siglo XXI, 2005), 13 y 14.

[17] Rodolfo Mondolfo, Umanismo di Marx. Studi filosofici 1908-1966 (Torino, Einaudi, 1968), 342 [mi traducción].

[18] Jesús Víctor Contreras, Realidad, poder, valores y derechos humanos, el poder dominante en Max Weber (Madrid, Servicios de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, 2018), 279.

[19] Mondolfo, “Ensayo preliminar, Conclusiones sobre el marxismo”, en Manifiesto…, XXVIII.

[20] Paul Ricceur, Poder, necesidad y consentimiento. Lo voluntario y lo involuntario, trad. por Juan Carlos Gorlier (Buenos Aires, Docencia, 1988), 529 y 530.

[21] Rodolfo Mondolfo, Rousseau y la conciencia moderna (Buenos Aires, Eudeba, 1962), 43.

[22] Pedro López, Apuntes sobre filosofía del derecho y derecho internacional, tom. I, (Madrid, Gómez Fuentenebro, 1878), 271.

[23] José Prisco, Filosofía del derecho fundada en la ética, trad. por J. B. de Hinojosa (Madrid, Miguel Guijarro, 1891), 88.

[24] Rodolfo Mondolfo, La ética antigua y la noción de conciencia moral (Córdova, Universidad Nacional de Córdoba, 1944),17 y 18.

[25] Mondolfo, Rousseau…, 43 y 44.

[26] Max Weber, El político y el científico, trad. por Francisco Rubio Llorente (Madrid, Alianza, 2007), 165.

[27] Joaquín Abellán, Poder y política en Max Weber (Madrid, Biblioteca Nueva, 2004), 197 y 198.

[28] Weber, El político…, 166.

[29] Weber, El político…, 177.

[30] Rodolfo Mondolfo, “Misión de la cultura humanista”, Papeles de Buenos Aires, ed. facsimilar (2013), 64.

[31] Quinto Horacio, Sátira, epístolas, arte poética, trad. por José Luis Moralejo (Madrid, Gredos, 2008), 65.

[32] Mondolfo, Sócrates, 82 y siguientes.

[33] John Donne, Devotions. Upon Emergent Occasions (Michigan, The University of Michigan Press, 1959), 108 y 109 [mi traducción].